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viernes, 5 de diciembre de 2014

HACIENDA REAL

Otoño de 1825. El trabajo en la gran plantación se desarrollaba como de costumbre. La cosecha de algodón prometía ser de las mejores de los últimos años. Era esa hacienda una de las pocas productoras de lana en todo el Sur; un lugar único, especializado en generar fibras textiles vegetales y animales. Amos y esclavos cumplían las funciones que les había designado el destino; ni una más, ni una menos. La gran Hacienda Real producía algodón y lana de la más fina calidad, que luego se enviaba a Nueva York, donde los grandes sastres los usaban para crear los trajes más elegantes del país.

Entre todos los esclavos de la Hacienda Real, él era el pastor. Heredó el oficio de su padre, que había muerto a causa de una pulmonía diez años atrás, siendo él aún un niño. Apenas cumplidos los veinte, el pastor todavía no tenía familia; esperaba con paciencia a que la hija del herrero le hiciera caso algún día.

Hombre sereno, tranquilo y honesto, que gozaba de la total confianza del amo y el capataz, el pastor amaba aquellas ovejas como si fuesen sus hijas. Las llevaba a los pastos color esmeralda para que llenaran sus panzas, las movía hacia los riachuelos más cristalinos para que nunca pasaran sed, las cuidaba de cualquier puma que pudiese acercárseles de noche o de día, las dejaba libres para que estuviesen contentas y siempre las guiaba por el sendero más amplio. Igual que los demás esclavos, el pastor no tenía ningún asueto ni sueldo alguno. Simplemente trabajaba para ganarse el derecho a vivir. Trabajaba de día y de noche, todos y cada uno de los días de su vida, manteniendo la misma rutina a lo largo de los años. El pastor nunca se quejó; quería tanto a su rebaño, que nada más le importaba sino el bienestar del que, de alguna manera, consideraba su ganado. Hacía cualquier cosa por esas ovejas; ellas siempre ocupaban el primer lugar en su vida. Solo ellas tenían la prioridad total frente a los demás, incluso frente a la hija del herrero, más aún frente a él mismo. Tanto así las quería.

El pastor estaba muy orgulloso de su rebaño. Al contario de él, que asemejaba una escultura famélica de ébano pulido, las ovejas engordaban y crecían, produciendo la mejor lana de la comarca. El pastor no poseía ningún bien material, mas era propietario de la ética y la moral más infalibles. En extremo responsable, sentía y sabía que su trabajo era excelente, que las ovejas estaban bien mantenidas, que rendían la fibra más óptima. Era tan evidente el buen trato que les daba, que todos en la hacienda lo comentaban.

Un día, el capataz llamó al pastor. El amo de la Hacienda Real había dado una orden.
—Tienes que llevar al rebaño al trasquilador del hato vecino lo más pronto posible. El amo está apurado por vender la lana.
—Sí, Señor. Me tomará diez días llegar allá, Señor.
—¡No puedes tardar tanto tiempo! ¡Tienes que hacerlo en cinco! ¡Tenemos que vender la lana!
—Pero Señor, estas tierras son muy grandes y es época de lluvias. Las ovejas no pueden caminar tan rápido. Para llegar bien allá tienen que poder descansar, Señor.
—¡No importa! ¡Tenemos que vender la lana! ¡Tú tienes que llegar al hato en cinco días, ni uno más! ¡Solo avanza con las ovejas y no pares! ¡Ellas tendrán que acelerar si tú vas más rápido!
—Señor, hay algunas ovejas que son más rápidas que las demás. Con esas no habría problema, pero hay unas que ya están viejas y otras que son demasiado pequeñas; se quedarán atrás, Señor.
—¡No me importa! ¡Tú tienes que llegar al hato en cinco días! ¡Tenemos que vender la lana! ¡Solo avanza con las ovejas y no pares! ¡Mira a ver cómo haces, pero eso sí: si llegas tarde al hato vecino o te falta una sola oveja, el amo te castigará con cincuenta latigazos!
—Pero Señor, es imposible hacer eso que me pide. No puedo exigirles más a las ovejas de lo que ellas pueden dar, Señor. Las estaría maltratando.
—¡Tenemos que vender la lana! ¡Solo avanza con las ovejas y no pares, te dije! ¡Tienes que llegar al hato en cinco días, ni uno más! ¡Y si llegas al hato vecino y te falta una sola oveja, tendrás cincuenta latigazos! ¡Así que mira a ver cómo haces!
—Está bien, Señor. Haré lo que pueda, Señor. Intentaré llevarlas lo más rápido posible, pero no puedo prometerle nada, Señor.
—¡No! ¡Tú no entiendes! ¡Tenemos que vender la lana! ¡Tienes que llegar al hato en cinco días! ¡Y si llegas tarde o te falta una sola oveja, se te cobrará con cincuenta latigazos!
—Muy bien, Señor. Así será.

Cabizbajo, el pastor caminó hacia la choza comunal donde dormía cuando pasaba por la casa grande. Por primera vez en su vida, el pastor pensó en sí mismo. Con infinito pesar por separarse de su adorado ganado, por perder a la hija del herrero y por el futuro incierto que se abría frente a él esa noche, cuando todos dormían salió de la hacienda y desapareció.

El mismo capataz tuvo que llevar a las ovejas al hato vecino. Llegó en dos semanas, agotado igual que el rebaño y sin percatarse de que faltaban siete ovejas que se fueron quedando rezagadas y atrapadas en el fango. Como estaba previsto por el amo, lo premiaron por su esfuerzo con cincuenta latigazos.

Una semana después, el amo de la Hacienda Real vendió la lana a buen precio en el mercado.
  

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