LIBROS POR PATRICIA SCHAEFER RÖDER

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miércoles, 20 de febrero de 2013

El espantapájaros




Atardecía. Otro día se acababa en el campo. La calma reinaba al ponerse el sol suavemente en el horizonte tenue de principios de primavera. Todos regresaban a sus casas, a sus establos, a sus madrigueras. Todos se disponían a descansar junto a los suyos. Todos, menos el espantapájaros.

Siempre había sido así; a nadie se le hubiera ocurrido que fuese de otro modo. Pero esa tarde, algo se notaba distinto en el ambiente. Después de tanto tiempo, el espantapájaros se dio cuenta por primera vez de su existencia.

Comenzó a verse a sí mismo como un ser independiente de su entorno. Hasta ese momento se había sentido como un artefacto más de la granja, haciendo su trabajo rutinario, inmóvil, con los brazos extendidos lado a lado, los ojos apuntando siempre en la misma dirección y los pies enterrados en el suelo del campo. Le parecía normal ser tan sólo una parte del mobiliario, de las instalaciones agrícolas de la región. Sin embargo, un no sé qué lo sacó de su letargo de estatua utilitaria y al fin sintió. De pronto, aquella tierra fértil que hasta entonces lo sostenía, ahora lo aprisionaba. El viento que solía arrullarlo hasta dejarlo dormido, ahora lo helaba por dentro. Y la noche que antes le brindaba paz para descansar del trabajo diario, ahora lo hacía percatarse de su inmensa soledad.

Así pasó el tiempo, aumentando cada día la tristeza del espantapájaros. No comprendía por qué estaba solo, si era tan bueno en su labor y siempre cumplía con su deber cabalmente. ¿Por qué nadie querría ser su amigo?

Entonces, una noche de verano, al ver el rostro pétreo de la luna saliendo enorme por el este, el espantapájaros juntó todas sus fuerzas y logró zafarse de su grillete de arcilla y humus, un pie a la vez. Para evitar que lo reconocieran, se quitó las ropas. Caminó por los sembradíos buscando a alguien, a cualquiera, pero fue inútil. El campo estaba desierto.

Siguió avanzando hasta llegar al borde del bosque. Con los brazos caídos igual que su ánimo, se sintió más solo que nunca y deseó con todas las fuerzas pertenecer a una familia; no importaba a cuál. Anhelaba ser un miembro vivo e importante de un grupo; necesitaba sentirse orgulloso de su existencia y no quería que ningún ser le tuviera miedo.

Cansado, arrastró los pies por el bosque oscuro en busca de refugio y abrigo. En un claro, vio los enormes abetos que tocaban las estrellas con sus ramas y se emocionó profundamente. Mientras más los detallaba, más se maravillaba. Una desconocida sensación lo llenaba de paz. De pronto, para su propio asombro y sin querer evitarlo, sus brazos comenzaron a levantarse de nuevo, llenándose de una extraña energía. Los pies cansados se proyectaron hacia abajo, perforando el suelo del bosque, y aquel cuerpo de heno se fue fortaleciendo en una gruesa corteza parda de la cual nacía musgo verdiblanco. La felicidad lo embargó cuando de los brazos, pecho y cabeza brotaron ramas con hojas.

Amanecía. Las aves del bosque revoloteaban entre el follaje, posándose alegres sobre el nuevo gran abeto. Buscaban alimento y lugar para construir sus nidos. Había un rumor extático en el ambiente. Y en su interior, él sonreía.


©2013 PSR


"El espantapájaros" aparece en A la sombra del mango por Patricia Schaefer Röder 
Ediciones Scriba NYC 2019 
ISBN 9781732676756 

Mención de Honor en los ILBA 2020 
 



jueves, 28 de abril de 2011

A VECES

a veces me canso
de sonreír
las mejillas me pesan
un quintal
los labios caen
juntos
en una línea inexpresiva.
a veces me satura
el camino
el mío
laberinto tridimensional
el problema no es lo largo
más bien es lo escarpado
las piedras
los baches
tantos escombros en barricada
…demasiados.
a veces me canso
de escuchar atenta
todo es ruido
ensordecedor
zumbidos locos
de mil enjambres
a mi alrededor.
a veces me canso
de mirar
las penas ajenas
urgentes
hambre de amor
sed de tacto
todo un desierto
en los ojos
de la gente.
a veces me canso
de levantar los brazos
para abrazarte
…tal vez preferiría
que lo hicieras tú
pero no sucede
solo veo manos abiertas
esperando recibir.
a veces me canso
de sentir en mi piel
este dolor punzante
ardiente
tan cruel
mi tormento
el tuyo
la llaga abierta
de los demás.
a veces me canso
de ser complaciente
agradable
amable.
el espíritu se desinfla
de pronto
yace arrugado
inerte
tirado en una esquina
amnésico de caridad.
a veces llego a un muro
no puedo más
no encuentro paz
el alma se confunde
agobiada.
así
cansada
silente me recojo
en mi carapacho.
mi humanidad entera
se vuelve un ovillo
en posición fetal
ojos
labios
brazos
espíritu
todo cae en el vacío
no hay quien me preste los suyos
a nadie le importa nada
a nadie le importo yo
a nadie
ni siquiera a mí…
busco entonces
unas horas de oscuridad
para respirar
entenderlo todo
desarmarlo
decidir encontrarme de nuevo.
despierto luego
me estiro lentamente
lo compruebo
por enésima vez.
con grandes ojos
miro mi sonrisa en el espejo
el reflejo lo reitera
es inútil
no tengo remedio
por mucho que lo intente
es imposible cambiar mi corazón
por indiferencia.
simplemente
soy yo misma
la de antes de ayer
antes de cansarse.
soy yo
la verdadera
siempre lo seré
ayer quedó atrás
amaneció
hoy es un nuevo día.


©2011 PSR

miércoles, 7 de abril de 2010

ESPERANZA

Los primeros rayos de sol en un frío amanecer de primavera sorprendieron a dos mujeres caminando por las calles de Jerusalén. Iban con prisa, nerviosas y apesadumbradas a la vez. Llevaban consigo esa mezcla de sentimientos que sólo conoce aquel que ha perdido a alguien muy cercano. Caminaban juntas, como de costumbre. Aunque desesperanzadas, caminaban con determinación, porque a pesar de sentirse devastadas, tenían una responsabilidad que cumplir. Y lo harían con el mismo amor de siempre.

Eran ellas Magdalena y María, dos de las mujeres que acompañaron a Jesús y sus discípulos durante sus años de ministerio público en Galilea. Habían preparado aceites y perfumes antes del sábado para ungir el cuerpo de Jesús crucificado y darle sepultura adecuadamente. Venían hablando de lo sucedido durante los últimos días, de lo terrible que era haber perdido a su Maestro y de qué les depararía la vida ahora que él ya no estaba. Se preguntaban si tan temprano habría alguien que pudiera ayudarles a correr la piedra que cerraba el sepulcro.

A medida que se acercaban al lugar del monumento, sus corazones volvían a rasgarse, deshilachándose violentamente por segunda vez en tres días. Al fin llegaron con su dolor y su pena al sepulcro donde José de Arimatea había colocado a Jesús envuelto en una sábana al bajarlo de la cruz. Cuando se acercaron, se percataron de que la piedra que sellaba la tumba estaba fuera de lugar. ¡Alguien la había movido! Pero… ¿quién?

Con una amalgama de gran asombro y miedo, las dos mujeres entraron al monumento y en medio de la penumbra encontraron sentados a dos hombres jóvenes con túnicas blancas resplandecientes. Al verlas entrar, uno de ellos dijo:
—Él ya no está aquí. Resucitó; no había nada para él en este lugar.
Las mujeres, aterradas, le escucharon con oídos sordos y sin poder articular palabra. ¿Quiénes eran ellos? Estupefactas, miraron a su alrededor intentando entender qué sucedía. Encima de una roca, cuidadosamente doblada, estaba aquella sábana que había envuelto al cuerpo de Jesús, pero no veían el cuerpo de su Maestro por ninguna parte. Sin dejar de mirarlas por un instante, el joven continuó:
—¿Acaso no buscan a Jesús de Nazaret, que fue crucificado tres días atrás aquí mismo, en el monte del Gólgota?
—Sí, es a él a quien buscamos, a nuestro Maestro. Vinimos a ungirlo y sepultarlo según las leyes —respondieron las mujeres al unísono—. Por favor, dígannos dónde está o quién se lo llevó —dijeron casi suplicando.
—¿Y por qué insisten en buscar entre los muertos a quien mora entre los vivos?
—Pero nosotras vimos cuando José el de Arimatea lo colocó en esta tumba hace unos días… Por favor, déjennos tomarlo de dondequiera que lo hayan llevado.
—¿Y dónde quedaron todas las enseñanzas de estos tres años? En Jesús se cumplió la profecía de que el Mesías sería entregado, le juzgarían, sufriría inmensamente, se le daría muerte y a los tres días resucitaría; recuerden cómo él mismo lo anunció tres veces en Galilea.
Con grandes ojos abiertos de par en par, Magdalena y María oían lo que el joven les decía, intentando comprender. Eran tantas las enseñanzas que habían recibido de su Maestro en ese corto tiempo, que tuvieron que hacer memoria. Al fin, Magdalena dijo:
—Recuerdo, sí, cómo habló sobre las profecías, cómo contó que sería muerto por nosotros, resucitando al tercer día y cómo nos prometió la vida eterna junto a él y nuestro Padre en los cielos. ¡Oh, María, todo se cumplió! —exclamó Magdalena, mirando a María con una expresión que combinaba algo de remordimiento con una felicidad infinita.
—Así es, Magdalena; lo que anunciaron los profetas sucedió palabra por palabra —dijo el joven, y dirigiéndose a ambas mujeres, prosiguió—: Jesús les enseñó que debían cumplir con las Leyes, creer en Dios, ser compasivos y amar al enemigo. El Mesías vino a salvarles de los pecados y con ello les prometió el reino de Dios. Recuerden también cómo les aseguró que no les abandonaría jamás. Su promesa es indeleble y fue sellada con la resurrección. No lo olviden, todo aquel que creyere será salvo. Vayan ahora con la esperanza renovada y den la buena nueva a los demás.

Así, con la fe renacida en la promesa de su Maestro amado, las dos mujeres salieron de aquel sepulcro quedando envueltas en los tonos naranjas y dorados más brillantes de cualquier amanecer que hubiesen visto jamás. Y en medio de la aurora, regresaron plenas de dicha y emoción por las mismas calles que horas antes habían recorrido sin esperanza alguna.


©2010 PSR

miércoles, 24 de marzo de 2010

ARREBATO

Apenas amanecía aurora adentro; amorosa, acelerada, Adelaida Amparo Ambrosio adelantaba apresuradamente ambas actividades, alternándolas: ambientación—arreglo—ambientación—arreglo—ambientación… Ayer, acostumbrada, alicaída, anulada, amargada, Adelaida ató al animal arisco al árbol antiguo adyacente al acantilado, aprovechando alguna ausencia aparente, animándose a acabar al amanecer. Activa, abrió antes allí afanosamente arca, alforja. Aunque ansiosa, azuzó, acosó, acorraló, arrastró al área al aterrado adversario animal, atacándolo agresiva, abominable, aborreciéndolo agudamente. Atroz, amenazante, avivada, apasionada, asestó azotes atolondrados, aguijoneaba, arrancole abundantes apéndices acentuados, asquerosos, atribuidos al apestoso arruinado absceso, ajusticiolo ahorcándolo, alzolo arriba arrebatada, arrojando alto al abismo áureo arca, alforja, añadiendo adentro al animal anteriormente alborotado. Así, acostumbradamente abreviada, accesible, Adelaida afirmó amplia advertencia al aglomerado auditorio amigo asociado. Acabando, aliviada, aplomada, atractiva, Adelaida Amparo Ambrosio adelantó alegre ambas actividades, ambientando—arreglando—ambientando—arreglando…


©2009 PSR

miércoles, 16 de septiembre de 2009

AMANECE

Cada día es más lento el amanecer; lo he venido notando durante las últimas semanas. Al fin amanece. Amanece despacio. Pareciera que al sol le costara cada vez más trabajo imponerse sobre la noche. Amanece en el quinto. No en el cuarto, ni en el sexto. Amanece en el quinto piso del parque de oficinas que desde las lomas del sur vigila a la ciudad en su valle.

El paisaje que veo por mi ventana parecería plácido y hasta idílico, si no fuera porque sé que los intensos ocres y naranjas no tienen nada que ver con el amanecer. Las hebras pajizas en cuatro tonos entran y salen sobre una suerte de rayos en la espesa nube de smog que cuelga sobre la ciudad.

Estiro las piernas. Aprieto fuertemente los dedos de los pies. Bien fuerte, hasta sentirlos de nuevo. Tengo los pies casi dormidos. Los flexiono hacia arriba y hacia abajo, apuntando amenazante el helecho de la esquina. Mis pantorrillas se convirtieron en piedras que buscan inútilmente una salida a través de la piel.

En el pequeño baño de mi oficina me encuentro con la última versión de mi persona. Desgarbado hasta el tuétano; la sombra de la barba compitiendo con el desorden de mis cejas y mi cabello. Mi camisa parece salida de una botella. Me veo mal. Huelo peor. Me refresco la cara con mucha agua fría, intentando borrar de cuajo el trasnocho de mi vida. No es fácil.

Preparo otro café más. Café venezolano. Después de tantos años en este país, aún no me he podido acostumbrar al líquido amarronado y enclenque que aquí llaman “café”. Una infusión que más bien parece el agua residual de unos granos tan procesados que ya ni el aroma logran conservar, y que necesita de toda clase de aditivos para mejorar lo que se supone alguna vez debió ser su sabor natural. ¡Tanto trabajo sólo para devolverle la apariencia de café! ¡Qué va! Si no es café de Venezuela, prefiero no tomar nada. Bueno, tal vez un té, si la urgencia de cafeína es demasiado grande.

El murmullo frío del aire acondicionado y el olor del café colándose me hacen pensar en aquellos días en la universidad, cuando me quedaba con mis compañeros hasta tarde en las salas de estudio, intentando resolver algún problema de cálculo o una matriz complicada. ¡Qué lejanos están esos tiempos ya! Casi no me puedo identificar con aquel joven activista de la Facultad de Ciencias que participaba en las protestas por la contaminación del Guaire y el exceso de coliformes fecales en el litoral central. Los recuerdos de esa época se destiñeron; se corroyeron como un trapo que sucumbe al polvo y se deshilacha sin que nadie lo toque, tan sólo de quedar guardado en una habitación cerrada. Bajo llave dejé mis pertenencias y añoranzas cuando me fui a hacer el doctorado en los Estados Unidos. Seguro de mí mismo, dueño del mundo, me dejé guiar por la ética férrea que heredé de mis padres. Ella me señaló el camino, mientras el ímpetu avasallante de la juventud me puso a andar sobre él, marchando a paso certero y contundente. Pero los años me demostraron que el hierro también se corroe, igual que el trapo aquel de mis recuerdos.

Estoy pegajoso. No soporto mi propio olor. Ya que no me puedo duchar, necesito darme al menos un baño de toallita. ¡Ah, ya me siento mucho mejor! A pesar de que no es la solución perfecta, cumple con el propósito de hacerme ver aseado. De hacerme sentir limpio, aunque en el fondo sepa que no lo estoy realmente. Enterraré cualquier resto de mal olor con bastante desodorante y colonia, como hacen todos. Saco una de las mudas de ropa que tengo en la oficina para casos de emergencia.

La luz que llega a la ciudad aún es demasiado tímida como para distinguir colores. Todo se reduce a tonos pardos y grises. La verdad es que hay muchos edificios grises en la ciudad; demasiados. Más que grises, son casi negros por el hollín pegajoso que se acumula sobre ellos. El hollín de los carros y los autobuses; el hollín de los camiones y las fábricas. Así tendremos también los pulmones, negros de hollín, y no precisamente por el cigarrillo. Yo ni siquiera fumo y me cuesta subir las escaleras a la entrada del edificio. Y eso que sólo son 35 escalones. Definitivamente, así no se puede vivir. Bebo un sorbo de ese café del color de mi conciencia y miro hacia otro lado. No me quiero ofuscar, necesito tranquilidad para concentrarme. Busco refugio en el almanaque que cuelga en la pared. Las fotos son espectaculares. La que más me gusta es la de diciembre; un atardecer polar con un enorme iceberg que se desprende de un glaciar en Groenlandia. ¡Qué desgracia! Los glaciares se derriten y no podemos hacer nada al respecto. Es inútil, no tengo escape. Cada cosa, cada sonido, cada olor me llevan al mismo punto, sin importar por cuáles veredas retorcidas tenga que pasar. Es algo irrefrenable. Inevitable. Insalvable.

Ropa fresca, ¡qué alivio! Comienzo a vestirme mientras bebo mi café. Mary Ann y los chicos me saludan desde el escritorio. Todos se abrazan y ríen en aquel paseo al Gran Cañón del Colorado. Eso fue hace tres años. Lo pasamos tan bien; fue uno de nuestros mejores paseos en carpa. Mary Ann es la mejor compañera que hubiera podido desear. Una mujer de todo terreno, que disfruta una excursión en la naturaleza tanto como una cena gourmet en un buen restaurante. Mi mejor amiga. Tenaz y con unos valores indelebles. Aunque nuestro apoyo mutuo siempre ha sido incondicional y eterno, no quisiera defraudarla ahora. La espera me mata; quiero que todo acabe ya.

Poco a poco la oscuridad se desvanece. La luz empieza a ganar terreno. El sol comienza a salir por las montañas del este; lo veo a través de la capa granulada que sigue suspendida a lo largo de todo el valle.

Llevo años jugando este juego en silencio, haciendo únicamente lo que la empresa espera de mí y nada más; sin demasiado entusiasmo ni tampoco un atisbo de pensamiento libre. A pesar del puesto que tengo en la compañía, me he convertido en un testigo presencial del deterioro del planeta, como todos los demás. Sólo que yo tengo el privilegio de ver la función desde el mejor ángulo en el palco diplomático. Cada detalle, cada cifra, cada estudio entran en el espacio ciego, sordo y mudo en que se convirtió mi albedrío. Un espacio hueco que sin embargo ocupa un volumen incómodo. La situación ha ido empeorando a un ritmo constante con cada año que pasa. Un poco más contaminado el aire, un poco más caliente el verano, unos cuantos desastres naturales más intensos que el año anterior. A pesar de saber todo eso, muchos de mis colegas insisten en pensar que todo sigue igual. Eso es lo que la compañía sostiene públicamente y los empleados tenemos la obligación tácita de respaldarlo. Jeremy Lowell no lo tomó demasiado en serio y perdió su puesto de quince años después de dar unas declaraciones objetivas que apenas tocaban el tema. Inmediatamente después nos llegó el memorándum, directamente desde arriba: la empresa adoptaba una política de cero tolerancia. Así de simple. La posición oficial va de la mano con la apariencia generalizada de que no hay un cambio significativo en el ambiente. Pareciera que la Tierra tuviera una capacidad de carga infinita. Pareciera. Parece. Sí que lo parece. Pero el último informe confidencial que recibí con datos del calentamiento global es alarmante. Tanto, que si no intervenimos a tiempo, puede cambiar el patrón del clima mundial. Definitivamente no es un juego. Llegamos al límite; la Tierra finalmente se llenó. Pero sé que aún hay esperanzas, si todos colaboramos. La medida más drástica y efectiva sería detener por completo el uso de la gasolina y el carbón que producen los gases invernadero. Claro que eso es imposible. Lo que sí se puede hacer es sustituirlos por el gas natural, que es una fuente de energía más limpia y produce una cantidad mucho menor de CO2 y partículas. Más adelante se podría cambiar el parque automotor por vehículos a hidrógeno, un combustible renovable que no produce casi ningún desecho. También está la propuesta de los vehículos eléctricos, que fue boicoteada y engavetada hace años por las presiones de las compañías petroleras, iguales a ésta en la que dirijo el departamento de geología, exploración y mediciones. ¿Qué habrá sido de la vida de Lowell? ¿Tendrá trabajo? Su puesto lo ocupó alguien que conoce de memoria las reglas del juego y se atiene tercamente a ellas. Siento un vacío que me sube desde la boca del estómago al recordar a Lowell y saber que soy lo suficientemente cobarde como para guardarme mi opinión de experto en la materia. Es duro ser honesto cuando se tiene una familia que depende de uno.

Como en las demás corporaciones, sobre todas las cosas, lo más importante es que la compañía produzca ganancias a los accionistas. Ellos son los dueños; pagaron su parte y esperan una retribución positiva para sus bolsillos. Todos los directores de departamentos tenemos acciones en la empresa. A nosotros también nos conviene que la compañía genere ganancias. Por ley, la empresa tiene el deber de producir beneficios mayores cada año. Eso en sí no tiene nada de malo. Pero cuando otras personas resultan afectadas por sus actividades, debería haber un freno. Un freno legal preventivo. Al menos un freno moral, que sea consecuencia del respeto al prójimo. Sólo que las corporaciones no funcionan de esa manera; son creadas para generar beneficios a cualquier costo. No existe freno legal alguno, y como las corporaciones son amorales, pueden seguir adelante con sus operaciones de la manera en que se establecieron originalmente. Las corporaciones no se hacen responsables de los estragos que puedan causar, a menos que alguien busque remedio a algún daño específico cuando el mal ya está hecho. Son una especie de monstruo invencible que existe independientemente de sus miembros, sin que ellos respondan por los actos del engendro. A veces esos mismos miembros incluso aparentan una cierta preocupación, pero en realidad no toman carta en ningún asunto. ¡Cómo me asquea todo eso! La directiva y la junta de accionistas están formadas por personas de carne y hueso que presuntamente tienen moral, o que al menos deberían tener cierta ética. Bueno, eso es lo que pretenden aparentar. Ellos sí tienen poder de decisión. Justamente por eso no termino de entender cómo estas personas permiten que su compañía haga lo que le plazca, sin mostrar el más mínimo respeto hacia el resto de la humanidad. Más aún, hacia el resto del mundo, con todos los seres animados e inanimados; ahora más bien desanimados.

Cepillo mis dientes minuciosamente. Deben quedar impecables, igual que el aliento. Me afeito con la misma rasuradora eléctrica que me regaló el antecesor en este puesto cuando se retiró hace diez años. Ya me veo mejor; la cara más limpia, despejada. Mojo un poco mi cabeza para doblegar el pelo salvaje que se resiste al peine con todas sus fuerzas. Quizás sea el último vestigio de rebeldía que me quede, pero hoy lo debo domar. Está difícil; intentaré con gel.

Mi familia me sigue mirando mientras yo esquivo el brillo de sus ojos, intentando fijar la vista en aquel puente de hierro sobre el río que parte la ciudad en dos. Finalmente la luz logró convertir su silueta plana en una estructura tridimensional. Me resulta inevitable pensar en las dos grandes inundaciones de este año. Fue impactante ver el puentecito desaparecer de pronto, ahogado en un torrente de escombros que casi se lo lleva a él también. Las pérdidas fueron enormes; muy pocos estaban asegurados contra desastres naturales. Estas inundaciones se están volviendo frecuentes en todo el mundo; otra consecuencia del cambio climático. El clima fustiga de la peor manera a los que menos tienen, mientras los demás, como yo, como los directivos y los accionistas de esta empresa, muchas veces ni nos enteramos de las consecuencias de nuestros actos. O más bien de nuestra indolencia. No es nada alentador admitirlo; mucho menos seguir adelante sabiéndome parte del problema y no de la solución. Sin embargo, me he vuelto un experto en aparentar que hago algo positivo. Yo mismo me lo creí durante años.

El Tratado de Kyoto comenzó así: tratando. Australia y los Estados Unidos se negaron a ratificarlo. Estados Unidos dijo claramente que no lo firmaba por el bien de la competitividad de sus empresas. De empresas como ésta, para la cual yo trabajo, y que tienen una junta de directores y otra de accionistas, formadas por individuos supuestamente pensantes. Empresas que parecen serias. ¿Será que todas estas personas ignoran lo que pasa? ¿O será más bien que quieren ignorarlo? ¿Será que de verdad creen la versión tergiversada que la compañía respalda institucionalmente, de que el cambio climático es sólo una oscilación natural de la temperatura de la Tierra? ¿O será más bien que prefieren creerlo para poder acostarse tranquilos cada noche y dormir plácidamente hasta el día siguiente? ¿Será que piensan que la Tierra seguirá aguantando todo lo que le hagamos? ¿Que nada cambia, que todo sigue igual y seguirá igual por siempre? ¿O será más bien que no les importa lo que pase, porque al fin y al cabo ya ellos vivieron más de la mitad de sus vidas y están asegurados por el tiempo que les queda? ¿Será que no están dispuestos a renunciar a su propio beneficio por el bien de todos los demás, incluyendo sus familias? ¿O será que no les importa dejarles un mundo inhabitable a sus hijos y nietos? Creo que nunca lo sabré. O tal vez me dé miedo saberlo. Tal vez sólo soy igual a ellos y no quiero admitirlo.

Me pongo la camisa. Me queda muy holgada, igual que otras piezas de ropa. Desde hace un tiempo he venido rebajando sin hacer dieta. Pero no hay problema; la chaqueta lo disimulará perfectamente. Me anudo la corbata y entro en mis zapatos.

Como en todas las corporaciones, el funcionamiento de esta compañía se basa en las apariencias. La apariencia de que las ganancias siguen aumentando. La apariencia de que todo funciona bien. La apariencia de que es una compañía responsable. La apariencia de que los accionistas se preocupan por el ambiente. La apariencia de que el mundo es un reservorio infinito y que puede resistir los insultos ambientales eternamente. La apariencia de que todo sigue igual. Pero las apariencias engañan.

¡Basta ya! No puedo más. Mi alma llegó a su límite. Por primera vez en mucho tiempo, haré lo que debo hacer. Invocaré a Roberto Martínez, el impetuoso estudiante de geología de la Universidad de Caracas para que sacuda al Dr. Martínez, el experto graduado de Yale que trabaja desde hace casi veinte años en la petrolera más grande de los Estados Unidos. Los tres juntos nos enfrentaremos a la ignorancia en la que conceptualmente se sume la compañía. El problema es tangible y urgente; es imposible darle más largas.

Al fin terminó de salir el sol. Se ve más grande y brillante que nunca, alzado sobre la calina polvorienta y concentrada que flota terca sobre los edificios. La cita con los directivos y la junta de accionistas es a las 8:00. Todo está listo en la sala de reuniones. Las pruebas son contundentes. La presentación que preparé también lo es. Ya no habrá más excusas. No más ignorancia. No más hipocresía. No más noches en vela, al menos para mí. Se acabó. Es mi responsabilidad asegurarme de que el mensaje llegue adonde tiene que llegar, y así lo haré. Es mi oportunidad de devolverle fuerza a la luz para que venza a la oscuridad.

Acabo mi café. Respiro y vuelvo a cepillarme los dientes. Unas gárgaras con solución para el aliento y quedo prístino de nuevo. Me peino una vez más. ¡Listo! Ahora la chaqueta del traje. No puedo causar la impresión equivocada. Al fin y al cabo, la gente cree en las apariencias.


©2006 PSR

miércoles, 9 de septiembre de 2009

DEMASIADO REAL

4:30 a.m.
tu cuerpo despierta solo
a la rutina del día
se levanta, despereza
aseas tu yo de pies a cabeza
hay que trabajar
como siempre

calendarios que juegan sucio
congelando el tiempo
en un eterno tormento
ocupada la mente
olvidas tu vida
para sobrevivirla
un día a la vez

trabajo, trabajo, trabajo
niños, escuela, deberes
casa, trabajo, marido
el día lleno de quehaceres
¿y la vida, dónde queda?
allá colgada con la ropa
decolorándose al sol
reseca en el tendedero
de tus miserias

“es tan real y fuerte”
pensaste al verlo
“apasionado, impetuoso”
al conocerlo
enamorándote
hace una eternidad
mariposa flotando alegre
hacia el relámpago
demasiado real
distraída recordando
sueñas con tu pasado
mientras los gritos te empujan
a refugiarte en el trabajo

ya tus labios no sonríen
no saben cómo hacerlo
año tras año
jugando al escondite
contigo misma
ocultando la herida
de los insultos

vejada te aíslas
del resto del mundo
lágrima a lágrima
crece la represa
enfermando
decayendo
creyéndolo todo
marchitándote
lentamente muriendo

9:00 p.m.
al fin
tu alma despertó
sacudida por el jarrón
que lograste esquivar

después de tanto tiempo
la moneda cayó en su lugar
la máquina aún funciona
sabe qué hacer
siempre lo supo
sólo que no lo sabía

tranquila
resiste un poco más
el espíritu toma impulso
para lanzarse
a volar

3:30 a.m.
los sentidos alertas
el corazón preparado
duerme la borrachera
te mueves rápida y ligera
recoges tu vida
en jirones de polvo
pero tuya

libre y soberana
dueña de tu destino
ríe tu alma junto a los niños
serena, madura
amanece temprano
en la carretera
de tu existencia
los naranjas más hermosos
te hinchan de ilusiones
loca por vivir de nuevo
tú y tus hijos
no falta nada
nunca más.


©2008 PSR