Atardecía. Otro día se acababa en el
campo. La calma reinaba al ponerse el sol suavemente en el horizonte tenue de principios
de primavera. Todos regresaban a sus casas, a sus establos, a sus madrigueras.
Todos se disponían a descansar junto a los suyos. Todos, menos el
espantapájaros.
Siempre había sido así; a nadie se le
hubiera ocurrido que fuese de otro modo. Pero esa tarde, algo se notaba
distinto en el ambiente. Después de tanto tiempo, el espantapájaros se dio
cuenta por primera vez de su existencia.
Comenzó a verse a sí mismo como un ser
independiente de su entorno. Hasta ese momento se había sentido como un
artefacto más de la granja, haciendo su trabajo rutinario, inmóvil, con los
brazos extendidos lado a lado, los ojos apuntando siempre en la misma dirección
y los pies enterrados en el suelo del campo. Le parecía normal ser tan sólo una
parte del mobiliario, de las instalaciones agrícolas de la región. Sin embargo,
un no sé qué lo sacó de su letargo de estatua utilitaria y al fin sintió. De pronto, aquella tierra fértil que hasta entonces lo sostenía, ahora
lo aprisionaba. El viento que solía arrullarlo hasta dejarlo dormido, ahora lo
helaba por dentro. Y la noche que antes le brindaba paz para descansar del
trabajo diario, ahora lo hacía percatarse de su inmensa soledad.
Así pasó el tiempo, aumentando cada día
la tristeza del espantapájaros. No comprendía por qué estaba solo, si era tan
bueno en su labor y siempre cumplía con su deber cabalmente. ¿Por qué nadie
querría ser su amigo?
Entonces, una noche de verano, al ver el
rostro pétreo de la luna saliendo enorme por el este, el espantapájaros juntó
todas sus fuerzas y logró zafarse de su grillete de arcilla y humus, un pie a
la vez. Para evitar que lo reconocieran, se quitó las ropas. Caminó por los
sembradíos buscando a alguien, a cualquiera, pero fue inútil. El campo estaba
desierto.
Siguió avanzando hasta llegar al borde
del bosque. Con los brazos caídos igual que su ánimo, se sintió más solo que
nunca y deseó con todas las fuerzas pertenecer a una familia; no importaba a cuál.
Anhelaba ser un miembro vivo e importante de un grupo; necesitaba sentirse
orgulloso de su existencia y no quería que ningún ser le tuviera miedo.
Cansado, arrastró los pies por el bosque
oscuro en busca de refugio y abrigo. En un claro, vio los enormes abetos que
tocaban las estrellas con sus ramas y se emocionó profundamente. Mientras más
los detallaba, más se maravillaba. Una desconocida sensación lo llenaba de paz.
De pronto, para su propio asombro y sin querer evitarlo, sus brazos comenzaron
a levantarse de nuevo, llenándose de una extraña energía. Los pies cansados se
proyectaron hacia abajo, perforando el suelo del bosque, y aquel cuerpo de heno
se fue fortaleciendo en una gruesa corteza parda de la cual nacía musgo verdiblanco. La felicidad lo embargó cuando de los brazos, pecho y cabeza brotaron
ramas con hojas.
Amanecía. Las aves del bosque
revoloteaban entre el follaje, posándose alegres sobre el nuevo gran abeto.
Buscaban alimento y lugar para construir sus nidos. Había un rumor extático en
el ambiente. Y en su interior, él sonreía.
©2013 PSR
"El espantapájaros" aparece en A la sombra del mango por Patricia Schaefer Röder
Ediciones Scriba NYC 2019
ISBN 9781732676756
Mención de Honor en los ILBA 2020