Al fin la había encontrado. Era una fuente
nueva, diferente de todas las otras que había visto hasta entonces. De la más
preciosa porcelana, tenía una forma hermosa; delicada, suave, y sin embargo era
espaciosa. Su boca generosa tenía un borde en extremo sensual. Cual arco iris plácido
y deslumbrante al mismo tiempo, su textura era una amalgama de nácar y talco
fino. Era perfecta. Tantas cualidades me atrajeron sin remedio y, seducida por
completo, deposité toda mi confianza en ella sin parpadear. La hice mía, la
cuidaba con el más puro amor. Se convirtió en la fuente que guardaba mis
sueños, mis deseos, mis sentimientos y mis metas. Así fui feliz, hasta que de
pronto, y a pesar de mi esmero por evitar su deterioro por la fuerza de los
elementos, tan gentil fuente se agrietó. La fractura fue contundente; miles de
piezas de todos los tamaños se separaron, esparciéndose alrededor mis anhelos y
mi confianza. Enamorada de mi preciosa fuente, en un intento por recuperarla y
protegerla, recogí los fragmentos con el mayor de los cuidados, tomé el mejor
pegamento y comencé a armarla de nuevo, cual rompecabezas elegante y desafiante
que una vez listo, me daría la mayor de las recompensas. Poco a poco fui
encontrando trozos grandes que, al juntarlos, ayudaban a reconocer los rasgos
de la fuente. Las piezas medianas hacían lo posible por calzar entre las
grandes, pero quedaban un tanto tirantes al intentar ajustarlas con las pequeñas,
porque al romperse, unas partes quedaron reducidas a un sutil polvo que se
esparció por todos lados, perdiéndose de vista. Una vez más, como siempre en mi
vida, hice lo mejor que pude con lo que tenía a mano. Entonces, al terminar de
arreglar mi preciada fuente, pude comprobar que, a pesar de que la forma y el
color se parecían bastante a los de mi fuente original, ya no podría guardar
más mis esperanzas en ella. Tenía demasiadas grietas imposibles de sellar. De
mi fuente perfecta quedaba solo el recuerdo; sabía que esta versión reparada
nunca sería igual. La había perdido.
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