LIBROS POR PATRICIA SCHAEFER RÖDER

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miércoles, 3 de julio de 2013

U N I V E R S I D A D



Universales
son los conocimientos
que de ti brotan.

Nadie más nunca
andará en tinieblas
en tu presencia.

Imaginación
trabajo y excelencia
van por tus venas.

Victoria le das
a quien de tu semilla
cultiva frutos.

Eco fuerte eres
de la luz y la moral
indispensables.

Razón y pasión
se juntan en tu lucha
por la justicia.

Sabiduría
en tus aulas y plazas
deliberantes.

Ideas nuevas
mueven las almas limpias
que quieren crear.

Docentes nobles
abren miles de mentes
para aprender más.

Auxilio prestas
lanzándote de lleno
al duro ruedo.

Deslumbra la paz
en la casa que vence
todas las sombras.


©2013 PSR


miércoles, 23 de febrero de 2011

PALABRAS... EN TODOS LOS IDIOMAS

Son infinitas. Nacen, se transforman, evolucionan, decaen, crecen, se mueven, se pelean, se aceptan, se imponen… Son señales que utilizamos para comunicarnos con los demás; las piezas fundamentales del lenguaje verbal que representan nuestras ideas: son las palabras.

Las palabras son el vehículo por el cual los recuerdos perduran, transmitiéndose de generación en generación. Son maravillosas; moldeables, ágiles, dinámicas, se ajustan a lo que deseamos transmitir. Son bellas; tienen una armonía y ritmo propios que las hacen flotar inmersas en una música perenne. Son versátiles; sirven para absolutamente todo, y cumplen sus funciones a la perfección. Son un instrumento contundente que posee toda la fuerza y la precisión que se le quiera dar, de la manera exacta que se desee hacerlo. Por eso hay que aprender a usarlas, para aprovechar todo el potencial y el esplendor que encierran.

No trato aquí de quitarle mérito a las acciones o a los hechos, ni tampoco al valor del silencio. Hay momentos en que las palabras no tienen cabida, unas veces porque no se necesitan, y otras porque no se desean. Es cierto, una imagen puede decir más que mil palabras y un hecho puede contarnos más que toda una enciclopedia, pero en general, el uso de las palabras nos ayuda a razonar, a comprender y a explicar las cosas que suceden a nuestro alrededor.

Las palabras no son buenas ni malas, su significado varía según el contexto en que se encuentren y la intención con que se expresen. No existen palabras prohibidas, lo que hay son conceptos que nos perturban. El mejor o peor significado que pueda tener una palabra viene solo por la idea que nos hayamos acostumbrado a asociarle. Las palabras se inventan para expresar cuanto pensamos, sentimos, deseamos, soñamos. Tan solo están allí, neutras, esperando que las usemos. De nosotros depende lo que hagamos con ellas.

Por eso no concibo las guerras. Estoy convencida de que cualquier conflicto debe poder solucionarse por la vía diplomática; para eso están los embajadores, a quienes por cierto se les paga muy bien. Automáticamente recuerdo aquel dicho popular que nos enseña que “hablando se entiende la gente”. Si el ser humano fuese de verdad tan civilizado como alardea —o como pretende convencerse a sí mismo de serlo, desarrollando las ciencias y las tecnologías al límite—, no habría necesidad alguna de que los pueblos se enfrentaran entre sí, ya que utilizarían el mejor recurso que nos diferencia de los animales: la palabra.

Mi trabajo me exige estar en contacto constante con las palabras. Como traductora y editora manejo las palabras de los demás, ayudando a darles el sentido que cada autor les quiera dar. Pero a pesar de que es mi oficio y debo ocuparme de ellas de manera profesional, no me canso de admirarlas. Me atraen con una fuerza increíble, sé que estoy enganchada sin remedio alguno y disfruto este idilio de la forma más intensa.

Una de mis grandes pasiones es jugar con mis propias palabras. Puede hacerse todo con ellas; crear y destruir, propagar amor y sembrar odio, elevar y deprimir, cultivar sueños o romperlos, aclarar, confundir, contar algo y desmentir otro tanto, decir la verdad y engañar, manipular… Las palabras son sumamente importantes; de su mano podemos ir camino a la cordura o perdernos en los laberintos de la insensatez. Pueden darnos seguridad, pero también pueden ser muy peligrosas. Podemos usarlas para defendernos, pueden sanar nuestro cuerpo y nuestra alma devolviéndonos la vida o la libertad, y por otro lado pueden recluirnos o herirnos de muerte. Son un escudo y un arma a la vez; son extremadamente poderosas.

Amo las palabras y el poder ilimitado que tienen. Con las palabras adecuadas podemos abrirnos, contar nuestra verdad y decirlo todo, llegando adonde queremos… o no decir nada y dar mil vueltas en círculos.

Cada palabra tiene una fonética precisa que la hace especial. Me gusta mucho lo que siento con las letras m, n, s, r, d, l, y sobre todo con la ñ. Me seduce la melodía de las palabras. Las diferentes combinaciones de sonidos las convierten en acordes impecables de notas puras en tiempos perfectos. Las palabras adecuadas susurradas al oído me estremecen hasta el tuétano. Así, coincido por completo con Isabel Allende cuando dice que el verdadero punto G está en el oído.

Las palabras escritas tienen una belleza estética única, sobre todo cuando leemos algo escrito en letra cursiva. Tienen una impecable armonía áurea y sin embargo están llenas de carácter, personalidad y esa magia que hace que nos imaginemos su timbre inigualable, su voz propia. ¡Qué delicia leer ciertas palabras que van raudas como flechas, directo al alma! Sí, en mi caso estoy convencida de que también tengo una extensión del punto aquel en la vista…

Más que fascinada, me siento unida irremediable y divinamente a las palabras. Sin embargo, en los últimos tiempos y en contra de mi voluntad, las palabras se me están escondiendo. De pronto se desvanecen en el aire, no las puedo atajar cuando se desprenden de las ideas, liberándose violentas, perdiéndose rumbo a otros horizontes. Las busco sin éxito debajo de las pilas de sueños amontonados, empolvados, amarillentos del sol que entra por mis pupilas. Sobre todo las primeras palabras, las más evidentes, se están volviendo tan escurridizas como una serpiente marina.

Espero encontrar pronto el hilo perdido de las palabras para poder respirar de nuevo en paz. Lo admito, estoy profundamente enamorada de ellas. ¿La palabra que más me gusta? Pasión.


© 2011 PSR

miércoles, 22 de septiembre de 2010

FRENTE AL FUTURO

Sentada en el malecón mirando el mar me tranquilizo. Ver su inmensidad, sentir su fuerza imbatible conteniendo tanta vida, saber que nos proporciona mucho del oxígeno que respiramos y del alimento que nos nutre, y ver las olas que nunca dejan de moverse me hace comprobar que el tiempo no se detiene, el camino siempre continúa y que al final todo estará bien.

Todos nacemos con el mismo potencial para ser dichosos, aunque las circunstancias en que nos desarrollemos sean infinitamente variadas. Sea cual fuere la nuestra, siempre queremos y buscamos que todo esté bien, porque así es como debería ser, ¿no? Lamentablemente, de tanto en tanto comprobamos que no es así. A pesar de que pongamos mucho de nuestra parte para ser felices, a veces suceden cosas que, como enormes barricadas, se van amontonando dentro y fuera de nosotros, impidiendo que alcancemos la tan anhelada dicha. Es entonces que debemos reaccionar y actuar con más ánimo y energía para deshacernos de las cosas negativas que se interponen en nuestro camino.

Concibo la felicidad como un estado espiritual; todos la llevamos dentro, tan sólo debemos activarla para que se muestre en su máximo esplendor. Somos felices cuando nos sentimos satisfechos por algún logro, cuando nos complace poseer o disfrutar alguna cosa o situación. La tranquilidad es uno de los elementos que más contribuye a nuestra felicidad. La salud es otro, igual que el amor. Si nos sentimos sanos, en paz y contentos, muy probablemente no nos haga falta mucho más para percatarnos de que somos felices. Entonces, pasamos el interruptor y dejamos que la felicidad nos inunde y se desborde por nuestros ojos, boca, piel, cabello, músculos, voz y alma.

Cuando somos felices de pronto nos damos cuenta de la existencia de tantas cosas bellas que nos rodean e instintivamente suspiramos. Comenzamos a respirar muy hondo para incorporar en nosotros todo aquello que disfrutamos y nos hace bien, lo dejamos dentro por unos momentos para que nos llene e impregne nuestra alma y luego lo dejamos salir de golpe para que regrese donde estaba y nos siga envolviendo y abrigando. Al recordar un sueño bonito también suspiramos y muchas veces sonreímos. En todo caso, cuando somos felices se nos nota, y eso es bueno porque podemos contagiar a los demás, aunque sea por un rato.

Me siento feliz cuando hago sonreír a alguien; más aún si logro hacerlo reír. Y si ese alguien es un desconocido, mi felicidad se multiplica. Aquí en Puerto Rico es fácil hacer reír a la gente, tal vez porque los boricuas son más tranquilos y tienen buen humor. En las calles se siente la buena disposición y la alegría de la gran mayoría, cosa que en otros países lamentablemente se ha perdido. Los puertorriqueños son educados y tienen esa paciencia isleña que tanto bien les hace para sobrellevar la rutina del diario vivir con sus altos y bajos.

Me encanta comprobar que la gente se respeta entre sí a pesar de cualquier diferencia que pueda existir, dirigiéndose al otro sin odios ni rencores infundados. Poder hablar con alguien y que no me respondan de mala manera es algo muy agradable; y que las conversaciones sean a un volumen bajo es extremadamente cómodo, lo admito. Todo es apacible aquí, incluso el tono de voz del boricua. Definitivamente, es fácil acostumbrarse a las cosas buenas que no encontramos en otras partes.

Muy cerca de Venezuela, en pleno Mar Caribe, Puerto Rico tiene una naturaleza, unos paisajes y una raza muy parecidos a los de mi país. Me he enamorado de esta bella isla y de su gente; lo encuentro todo tan similar a lo que solía ser Venezuela antes de irme, hace no muchos años atrás, cuando éramos felices y no lo sabíamos. El puertorriqueño es tolerante y no discrimina; vive y deja vivir a los otros. Es amistoso y buen anfitrión, quiere que los demás se sientan bien en su tierra. No concibe la injusticia y se compadece de los demás. Tiene esa picardía que hace que sus ojos brillen cuando sonríe, porque afortunadamente, aún tiene motivos para sonreír. Y una de las cosas más importantes: aquí todavía se puede disfrutar de la vida y ser feliz.

Vivir en este bello país que me ha abierto sus puertas para seguir creciendo como persona es un regalo invaluable que aprecio profundamente. Aquí me siento arropada, libre y dueña de mis derechos; no temo por mi vida por el sólo hecho de salir a la calle o de poseer algo de valor que lleve conmigo; puedo opinar sin pensar que me echarán de mi empleo o sufriré alguna otra represalia; los servicios públicos funcionan; la calidad de vida le permite a la gente salir adelante y trabajar para convertir sus sueños en realidad; existe la solidaridad porque todos aquí están conscientes de que comparten el mismo suelo y la misma historia, con sus aciertos y sus fallas.

Llegué a Puerto Rico con mi familia hace algunos años ya, por razones laborales. Mis hijos han pasado más de la mitad de sus vidas aquí, disfrutando de la tranquilidad que brinda este trocito de tierra antillana. Como madre que soy, cuido a mis hijos y velo por ellos. Trabajo para darles una buena educación y un futuro sólido en el que crezcan como ciudadanos de bien en un país libre, de la misma manera que lo hicieron mis padres conmigo en aquella Venezuela bella y próspera donde tuve la suerte de nacer. Al igual que tantos otros, mis padres emigraron de su país en busca de un mejor porvenir y llegaron a esa tierra de gracia con mil sueños y dos maletas. Mi caso fue diferente; fui a hacer una especialización profesional en el exterior para luego regresar a casa y poner en práctica lo que hubiese aprendido, pero en el camino mi vida cambió y me mudé a otro país. Eso fue ya hace 16 años. En todo ese tiempo he vivido en diferentes sitios sin dejar nunca de sentirme venezolana; eso no es algo que se borre por el simple hecho de pisar otro suelo. El amor es un sentimiento profundo que llevamos dentro y no depende de cuán cerca o lejos nos encontremos de aquello que amamos.

Hoy aquí, tan cerca de mi tierra natal, y viviendo en paz y con libertad, puedo ver a mis hijos a los ojos con la tranquilidad de saber que, con los valores morales y éticos que les enseño, serán responsables de hacer realidad sus propios sueños sin tener que seguir forzosamente un guión ideológico preconcebido, sin dejarse llevar por odios ni rencores prestados ni discriminaciones artificiales, tan sólo haciendo lo que les dicte la conciencia y la razón. Tendrán el poder para buscar y encontrar su propia felicidad; y eso solamente se puede lograr en libertad. Yo he tenido la fortuna de entender todo eso que me inculcaron mis padres y ahora se lo transmito a mis hijos como algo imprescindible, impostergable e imperativo en la vida. De nosotros y de nadie más depende lo que resulte de ellos; nuestro presente es la semilla de su futuro. Tan sólo debemos dar el ejemplo demostrándole a la siguiente generación que de verdad aprendimos las cosas importantes que nos enseñó la anterior.

Estamos claros; cada quien sabe exactamente lo que debe hacer.



©2010 PSR