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La sirena divisó su playa a lo lejos. Seductora, rozaba el cuerpo entre las olas, posándose en la misma roca. Una vez más, cantaba enamorada. Entonaba notas mágicas que poco a poco se colaban entre mangles y palmeras, entre almendros y uveros, pasando traviesas por veredas y senderos, hasta la aldea de pescadores. En la oscuridad, la luna aún dormía como la gente del pueblo. La sirena cantaba y cantaba, segura de que pronto vendría a hacerle compañía. Su melodía dulce al fin tocó los oídos justos, que la esperaban cada mes con ansias y al mismo tiempo con tanta serenidad. Musitaba mirando la orilla, anhelando que apareciera. Entonces sucedió. Con la salida de la luna, una figura caminaba por la playa, comenzando a arrojar una leve sombra sobre la arena, mientras se acercaba al borde del mar. La sirena sintió el corazón latir más fuerte y en medio de su canto, la sonrisa se volvió más amplia. Había venido. Finalmente, la figura entró en las aguas, dirigiéndose hacia ella con la placidez de quien se reconoce en un espejo. La sirena se deslizó por la espuma ondulante, nadando hacia el divino encuentro. Llegó, e inmersa en el abrazo tan deseado, acarició su cabellera larga y plomiza, y la besó con infinita ternura en medio de la luz plateada que llenaba la bahía. De nuevo era noche de luna llena.
“…La luna llena ilumina la jungla con hilos plateados que se
reflejan en el río y la laguna, a cuya orilla se encuentra el campamento. De
pronto siento la atracción de la luna en el agua. Algo me llama con
insistencia. Escucho el canto de las toninas y los manatíes que nadan en la
claridad de la medianoche del día en que volví a nacer. Vuelvo a percibir el
delicioso cosquilleo en la base de mi cabeza y sé que tengo que hacer algo. Me
levanto de la hamaca sin pensar y me acerco a la orilla. Ahí está la luna, esperándome
vibrante en el espejo metálico y oscuro del agua. Una brisa cálida acaricia mi
rostro cuando levanto la mirada para verla de frente en el cielo. Hay una calma
llena de voces que parecen decir mi nombre a gritos. Me desnudo en un acto de
respeto a la naturaleza que me rodea y, solemne, dejo mis ropas en la playa. Ya
no las necesito.
Entro lentamente en las tibias aguas del
remanso que forma la laguna. No tengo ninguna prisa, soy dueña del tiempo.
Deseo arroparme en su fluido dulce y peligroso mientras corre por la zona más
antigua de la Tierra. Bebo el líquido del cual una vez bebieron mis antepasados
hasta saciarse. Hoy es mi turno. Me sumerjo dejando que el agua penetre todos
los pliegues de mi piel; extremidades, manos, pies, cuello, cabello. Al fin soy
una con la naturaleza; la siento como parte de mí en un éxtasis total. Mi
emoción se traduce en un placer infinito que no pienso dejar ir jamás.
Nado. Nado contra la corriente, haciendo
fuerza para conquistar el río dueño de las aguas. Cuando me canso, me dejo
llevar un trecho hacia atrás y vuelvo a emprender mi ascenso. Minuto a minuto
me voy alejando de la orilla. Ningún ser humano me puede ver, y yo misma me
siento parte del paisaje primitivo y embrujado. Nado más. Nado. Sigo nadando,
pero el río gana. Abandono la lucha, dejando que el torrente me arrastre a su
antojo. Las aguas me llevan hacia el fondo, donde no hay corriente alguna. Es
el lugar de la paz. Instintivamente intento subir a la superficie para respirar
y de nuevo me atrapan las aguas del rápido, que se ha vuelto más estrecho.
Entre los remolinos logro tomar aire y moverme hacia un grupo de rocas que
sobresalen del agua. Estoy a salvo.
Escucho algo que asemeja el canto de un
manatí, pero es mucho más grave que el de esta tarde. Miro hacia la orilla y en
medio del oscuro y brillante paisaje distingo la cabeza de un gran macho
plateado que me observa con interés. Hacemos contacto con la mirada y me
percato de que mi campo de visión se hace más amplio. Una vez más siento el
hormigueo en la nuca y sé que debo continuar. A pesar de que la noche es
cálida, un extraño frío recorre mi cuerpo. Me siento pesada sobre esta piedra;
lo mejor es que regrese al agua…”.
Despierto de golpe, con el corazón
en la boca y bañada en sudor. ¿Qué me pasa? Bebo un gran sorbo de agua. Mi piel
empapada se seca despacio bajo una fina escarcha salada, dejando en el lecho el
mapa de mi cuerpo. Tengo frío; lo único que me cubre es un lienzo de hilo. No
suelo necesitar más; las noches aquí son cálidas y el contacto directo del yo
vulnerable con las sábanas me consiente en una sensualidad liberadora. Pero hoy
es diferente; el aire se siente pesado y gélido.
La luna blanca y redonda entrando
por la ventana tampoco me ayuda a encontrar la paz. Los coquíes, que
normalmente me acunan en un delicioso sueño con su canto amoroso, hoy parecen
más exaltados que nunca. Las sombras de las palmeras agitadas en la pared de mi
habitación y el barrido de las ramas sobre los muros de la casa me dicen que se
avecina una borrasca. En un acto premonitorio, el perro ladra y entra por el
acceso de la cocina.
Entonces, sucede. El cielo cae con
todo su peso sobre el mundo que encuentra a su paso, subyugándolo, envolviéndolo
en un manto líquido, grueso y limpio. Las enormes gotas chocan contundentes
contra árboles, techos, paredes, suelo. Contra el espíritu atrapado en la
armadura aquella. Contra el alma que teme marchitarse. El viento sopla cada vez
con más fuerza, como queriendo arrasar la rutina acumulada en mil años de una
existencia corriente. Agua, viento. Más agua. Más viento. Las ventanas se
comban, estremeciéndose ante la presión de las ráfagas que se vuelven casi
continuas e impredecibles en la penumbra. Los vidrios parecen de goma, tan
elásticos resultaron ser. El golpeteo creciente de la lluvia se mezcla con el
atropello de las plantas, zarandeadas en todas direcciones por rachas
enloquecidas que parecieran buscar una salida en medio de lo abierto. El agua se
escurre brillante por techos, muros y ventanas. Por árboles, palmeras y
trinitarias. Por los objetos que forman parte de mi vida y la de mi familia,
que se quedaron a la intemperie, indefensos, aquella noche que no debía llover.
Por las pendientes del jardín y el patio. Por mi mente, que no quiere darme un
respiro. Como tantas otras cosas en la vida, lo que comenzó como un concierto
grandioso, se transformó en un ruido asonante; una manifestación iracunda de la
hostilidad de Huracán, el Dios del Mal en el Caribe, en su insistente afán de
arrasar con lo que no le pertenece.
Así, con tanta furia contenida en
su naturaleza, va destrozando sin clemencia cuanto descubre a su paso. Árboles,
postes de luz, cosechas, casas, industrias. Todo cae. Al desmoronarse el mundo,
los restos quedan esparcidos en un gran charco universal, reducidos a su mínima
expresión. El pánico se apodera de quienes no estaban preparados para tal
suceso, pero en medio del desastre, reciben el apoyo de desconocidos que les
tienden la mano.
Al fin, después de un tiempo que
parece interminable, el estruendo se debilita. El viento cede. El agua cesa.
Una vez más, el infierno resultó ser momentáneo. Poco a poco sobreviene la
calma, con la esperanza que trae la nueva mañana. La experiencia me dice que el
arco iris está a punto de aparecer. Volveremos a edificar nuestras vidas, lo
sé. Mientras tanto, nos ayudaremos como hermanos, recogiendo los escombros para
allanar el camino al futuro.
Atardecía. Otro día se acababa en el
campo. La calma reinaba al ponerse el sol suavemente en el horizonte tenue de principios
de primavera. Todos regresaban a sus casas, a sus establos, a sus madrigueras.
Todos se disponían a descansar junto a los suyos. Todos, menos el
espantapájaros.
Siempre había sido así; a nadie se le
hubiera ocurrido que fuese de otro modo. Pero esa tarde, algo se notaba
distinto en el ambiente. Después de tanto tiempo, el espantapájaros se dio
cuenta por primera vez de su existencia.
Comenzó a verse a sí mismo como un ser
independiente de su entorno. Hasta ese momento se había sentido como un
artefacto más de la granja, haciendo su trabajo rutinario, inmóvil, con los
brazos extendidos lado a lado, los ojos apuntando siempre en la misma dirección
y los pies enterrados en el suelo del campo. Le parecía normal ser tan sólo una
parte del mobiliario, de las instalaciones agrícolas de la región. Sin embargo,
un no sé qué lo sacó de su letargo de estatua utilitaria y al fin sintió. De pronto, aquella tierra fértil que hasta entonces lo sostenía, ahora
lo aprisionaba. El viento que solía arrullarlo hasta dejarlo dormido, ahora lo
helaba por dentro. Y la noche que antes le brindaba paz para descansar del
trabajo diario, ahora lo hacía percatarse de su inmensa soledad.
Así pasó el tiempo, aumentando cada día
la tristeza del espantapájaros. No comprendía por qué estaba solo, si era tan
bueno en su labor y siempre cumplía con su deber cabalmente. ¿Por qué nadie
querría ser su amigo?
Entonces, una noche de verano, al ver el
rostro pétreo de la luna saliendo enorme por el este, el espantapájaros juntó
todas sus fuerzas y logró zafarse de su grillete de arcilla y humus, un pie a
la vez. Para evitar que lo reconocieran, se quitó las ropas. Caminó por los
sembradíos buscando a alguien, a cualquiera, pero fue inútil. El campo estaba
desierto.
Siguió avanzando hasta llegar al borde
del bosque. Con los brazos caídos igual que su ánimo, se sintió más solo que
nunca y deseó con todas las fuerzas pertenecer a una familia; no importaba a cuál.
Anhelaba ser un miembro vivo e importante de un grupo; necesitaba sentirse
orgulloso de su existencia y no quería que ningún ser le tuviera miedo.
Cansado, arrastró los pies por el bosque
oscuro en busca de refugio y abrigo. En un claro, vio los enormes abetos que
tocaban las estrellas con sus ramas y se emocionó profundamente. Mientras más
los detallaba, más se maravillaba. Una desconocida sensación lo llenaba de paz.
De pronto, para su propio asombro y sin querer evitarlo, sus brazos comenzaron
a levantarse de nuevo, llenándose de una extraña energía. Los pies cansados se
proyectaron hacia abajo, perforando el suelo del bosque, y aquel cuerpo de heno
se fue fortaleciendo en una gruesa corteza parda de la cual nacía musgo verdiblanco. La felicidad lo embargó cuando de los brazos, pecho y cabeza brotaron
ramas con hojas.
Amanecía. Las aves del bosque
revoloteaban entre el follaje, posándose alegres sobre el nuevo gran abeto.
Buscaban alimento y lugar para construir sus nidos. Había un rumor extático en
el ambiente. Y en su interior, él sonreía.
luna curiosa
que me despiertas sin falta
noche a noche
para escuchar mis secretos.
luna que me envuelves toda
en halos plateados
ligeros.
luna desnuda de sombra
dame tu tiempo entero
efímero.
luna traficante de sueños
no escapes
detrás de los árboles
no huyas
por la montaña
luna…
luna serena
quiero contarte
lo que a nadie he dicho.
no te vayas luna
luna mía
luna
quédate un rato más
conmigo
duerme sonriente
en mi regazo
llena de paz
y peinaré tu cabello
con mis dedos.
entonces revelaré
en un susurro quedo
la ilusión más cristalina
limpia
solo para ti.
luna
mi aliento tibio
es caricia sutil
a tu oído
como ala de ángel
roza tu alma radiante
celestina.
luna confidente
ansiosa
atenta
te diré con la mirada
aquel deseo que mis labios
no han sabido pronunciar
…no han podido
nunca.
luna
inútiles mis manos
intentan atrapar
el más escondido anhelo
encubierto por mil miedos
encerrado
anulado.
luna
no encuentro tu beso
en mi piel.
escurridiza
mi pasión
se desvanece
de nuevo
luna
y sigo aquí
incapaz de mostrártela
ni siquiera en el delirio
de tu luz tan plena
o en tu ausencia enorme
llena de oscuras penas.
“…Saliendo por la montaña, la luna me saluda burlona, como siempre. Sabe que mientras pueda sonreírme directamente a la cara, yo no podré dormir. Cada mes, durante las dos semanas que la luna yace sobre su quijada, mostrándome su risa que se vuelve cada vez más grosera y redonda, hasta llegar a una carcajada selenita de proporciones continentales, y luego de vuelta al rostro menos escandaloso pero más cínico, mi parte instintiva se resiste a bajar la guardia. No sé qué se trae entre manos; llevamos ya muchos años jugando el mismo juego y aún no se da por satisfecha. La tiene tomada conmigo; no me deja en paz ni una sola noche. Tal vez extraña nuestras interminables charlas de adolescencia, cuando aceptaba su invitación a salir a jugar en medio del silencio nocturno. Jugar y charlar, eso era lo que hacíamos en aquel entonces. Pero hoy ya tengo otros amigos con quienes charlar y jugar de noche, y pareciera que ella no lo quiere entender. Es muy persistente; hasta más que yo. Porque los nuevos amigos han aparecido y desaparecido de mi vida, pero ella sigue ahí, fiel a nuestra extraña relación. No niego que la aprecie; no niego que la quiera también, pero es un querer que viene con un no querer implícito, un estar a gusto y a disgusto a la vez. Al fin y al cabo, sabe todo sobre mí y no le cuenta nada a nadie. Es mi celestina propia; discreta y complaciente con mis locuras. No puedo vivir con ella, pero tampoco puedo sobrevivir sin saber que está pendiente de mí. Y creo que a ella le pasa algo parecido también; si no, ¿por qué tanta insistencia?
Las nubes no hacen su trabajo; en lugar de ponerse delante de la luna para darme al menos la oportunidad de relajarme y quedarme dormida, se congregan alrededor de ella, rodeándola en un círculo de apoyo para que me alumbre directamente la cara. Se siente guapa y aupada por las nubes cómplices que participan en nuestro juego sin que nadie se los pida. Más aún, sin que yo esté de acuerdo. Y sin embargo, las nubes parcializadas insisten en formar un anillo alrededor de mi torturadora, rindiéndole tributo a quien me martiriza noche a noche durante la mitad de mi vida. Al menos hoy no me sacó de la cama…”.
La luna llena lamía la llamarada llorando, lamentándose largamente. Los lentos linces lograban llevarse lejos las luces lúgubres, lanzando lánguidas laboriosas lágrimas lanceoladas, lanosas. Luego llegaron los leopardos larguiruchos, lapidados lastimosamente. Latiendo, los lustrosos lugareños llaneros lavaban las legendarias legañas lenguadas; lechosas, leves, laxas. Luciérnagas, loros, leones, lapas, lagartos, lobos, langostas, liebres, lombrices lucían lujosas lianas: lienzos lineales ligando los lazos legales, legibles, lozanos. Luchaban las lubinas, las lampreas, liberábanse los locutores lusos, leían los lectores letrados literatura ligera, las largas líneas llenáronse longitudinalmente; llanas, leves, lúcidas, levantando la labranza la labriega, lacaya laborante lacerada, lacrimosa. Lucrándose ladrando, los ladinos ladrones les legaron la lábil lamparilla, la luz, la lámina, los ladrillos, la loza, las lanzas lilas, los lirios, los lotes llenos, la lancha, los lagos. Lucubrando lógicamente, los luceros lujuriosos lleváronse lubricadas las llagas libertinas. Luego, lagrimearían lampiños la leña, las lápidas, los letreros laterales, los lados, la lanceta, los lapiceros, las letras, la lupa, logrando llenar legítima, líquida, lentamente las lejanas leguas limítrofes. Llegando, llamaron los llanos lloviendo llovizna lunar; lamiendo las llamas la luna llena…