Toda la vida he sido extranjera; en el país de mis hijos, en el de mis padres y en todos los demás. Incluso en mi propio país. De alguna manera mi nombre siempre va acompañado del adjetivo de algún país. En Venezuela soy “Patricia la alemana”, y en Alemania soy “Patricia la venezolana”. Aquí en Puerto Rico he sido ambas, igual que en Nueva York. Soy de varias partes y no soy de ninguna. Pero lo importante es que, como quiera que sea, soy. Soy una mezcla de culturas, de pasiones y de historia. Valga esta reflexión personal para explicar lo que pueden sentir tantas personas como yo, que no llegan nunca a ser consideradas de algún lugar en particular.
La humanidad está comenzando el siglo XXI de la era común. A lo largo de la historia hemos ido desarrollando la cultura humana: las ciencias naturales, la tecnología, la medicina, la filosofía, la religión y las artes. Pero, ¿qué hay del desarrollo social de la humanidad? Algunos hablarían sobre la evolución de las sociedades como grupos aislados, desde el momento en que se pronunció la primera palabra en la estepa africana, hasta el instante en que escribo estas líneas en la computadora. Yo, en cambio, me refiero al desarrollo social del género humano como un todo formado por cada una de las personas que habitan nuestro planeta. En este aspecto, difícilmente podría decirse que hemos superado nuestros instintos más básicos de primates territoriales.
Curiosamente, el concepto de “humanidad” incluye, entre otras acepciones, la naturaleza y el género humanos, así como también la sensibilidad ante las desgracias de nuestros semejantes. Sin embargo, vemos que quienes defienden el supuesto desarrollo social y cultural de la humanidad no pueden explicar lo que pasa con las relaciones humanas y la tolerancia. Se supone que el progreso debería conllevar a un mayor respeto por el prójimo. Lamentablemente, esto no sucede. ¿Por qué? Simplemente porque el ser humano sigue siendo un animal territorial.
Al igual que en las demás especies de animales, está en la naturaleza del ser humano buscar su bienestar. Es un asunto de supervivencia. Nómada o sedentario, el ser humano lucha por perdurar. Cada quien hace lo que puede para echar adelante. Las personas migran por diversas razones: una vida mejor, libertad, amor y mejores oportunidades de conseguir empleo. El movimiento de los diversos pueblos ha tenido lugar a lo largo de la historia. El clima, la guerra, las enfermedades y la escasez de alimento están entre los factores principales que influyen en dichas migraciones. Existen grupos étnicos que migran con mayor frecuencia que otros, adaptándose con mayor facilidad a su nuevo ambiente. En general, los grupos del Mediterráneo muestran una mejor adaptación a lugares nuevos, asimilándose con mayor rapidez a la cultura, las costumbres y las ideas, mientras que los ingleses y asiáticos son más conservadores y por lo tanto no se adaptan con tanta facilidad.
Debido al flujo en la población, las ciudades tienden a crecer, mientras que en el campo la cantidad de habitantes disminuye. Este movimiento de gente puede ocurrir en el mismo país, así como también entre diferentes países. Las grandes ciudades siempre han sido destinos migratorios importantes para muchos. Así, encontramos personas quienes a pesar de tener la misma nacionalidad y hablar el mismo idioma, también son “extraños” en estas ciudades grandes. Sin embargo, es evidente que la gente que viene de afuera casi siempre es más conspicua que aquellos que migran dentro del mismo país. Los extranjeros no hablan como las personas originarias de ese país; tienen una cultura, valores y maneras de pensar diferentes, y a veces incluso son físicamente distintos de la población a la que llegan.
La primera generación de inmigrantes –aquellos que dejan su tierra natal– tiene que enfrentarse a muchos obstáculos para adaptarse y ser aceptados por el resto de la población. A veces, la cultura a la que llegan no es muy abierta a las costumbres de los inmigrantes; así que, en general, la primera generación hará todo lo posible por hacer el camino para ellos y sus hijos, incluso a costa de dejar de lado su propia cultura e idioma. (No es este el caso en los guetos, donde las personas de un mismo origen, raza o religión viven marginadas del resto de la sociedad y no hacen ningún esfuerzo por asimilarse).
Normalmente, la segunda generación se adaptará mejor como consecuencia de crecer en el nuevo ambiente, el cual le resulta natural. Ellos compartirán la herencia cultural de sus ancestros –incluso el idioma– así como también las nuevas costumbres que aprendan. Así, hablarán ambas lenguas con naturalidad, sin ningún acento que los pueda hacer distintos del resto de la población. Usualmente la segunda generación se verá a sí misma como oriunda del lugar, pero tendrá sentimientos mezclados cuando se le pregunte “¿de dónde vienes?” o “¿de dónde es originalmente tu familia?” ya que aún está en la fase de transición que comenzó con sus padres. No ayuda para nada que los lugareños los sigan considerando “extranjeros”, sin terminar de aceptarlos sólo por el hecho de que llevan un apellido raro, o que sus abuelos no sembraron esa tierra. La tierra. El territorio y su dominio son más fuertes que la tolerancia; siempre aparecen en algún momento. Lo he podido comprobar una y otra vez a lo largo de mi vida como hija de inmigrantes, y como inmigrante de primera generación. Nunca se termina de admitir una crítica que venga por parte de un “llegado”, aunque tenga muchísimos años de haberlo hecho. Igual pasa con sus hijos; todo está bien mientras mantengan la boca cerrada y sus opiniones silentes. A muchos se les olvida que aquellos que van a otro lugar, generalmente resuelven hacer de ese sitio su nuevo hogar. Se convierten en “lugareños por decisión”, no porque les tocó nacer allí. Le toman cariño, lo viven y se alegran o sufren por las cosas que allí suceden. Allí echan raíces, allí tienen a sus hijos. Todo muy bien, todo bello; pero si se les ocurre decir algo que no esté totalmente de acuerdo con lo que los demás quieren escuchar, rápidamente salta alguien con la trillada frase: “Si no te gusta, vete”. No es tan fácil. “¿Por qué me voy a ir, si yo también soy de aquí? A mí también me afecta lo que pasa, igual que a ti. Si tú hubieras hecho el comentario, todo estaría bien. Pero lo hice yo. Entonces, ¿cuál es la razón por la que me echas de mi tierra?”. De nuevo la tierra. No podemos escapar de nuestra naturaleza territorial.
Una vez que la segunda generación se casa con alguien autóctono, los hijos no tendrán ningún problema con su identidad. Al fin y al cabo, aunque llevan la carga cultural de sus ancestros, ellos son de ese lugar, igual que sus padres, pero resultan aceptados con mayor facilidad por el resto de la población. Dependiendo de cada persona, le darán más o menos importancia a la herencia foránea en su vida diaria, y criarán a sus hijos principalmente de la manera autóctona. En este sentido, la mezcla de las culturas ya ha comenzado, resultando a largo plazo en una civilización más rica en ingredientes universales que serán asimilados de forma natural por todos.
Por otro lado, a nivel social, aunque el resultado de las migraciones puede ser muy positivo, eventualmente pueden ocurrir choques como consecuencia indirecta de diversos problemas que enfrentan los países destino y que resultan, entre otros, en una mayor carga que lleva al aumento de los impuestos para la población. Normalmente el acercamiento entre las culturas propicia la tolerancia hacia las distintas razas y religiones, pero cuando se pasa por dificultades como el desempleo y la falta de dinero para los programas de seguridad social, comienzan los resentimientos. Nuevamente aflora el instinto de territorialidad. La escasez de recursos ocasiona conflictos entre la población oriunda del lugar y los inmigrantes, aumentando la tensión a la vez que se reduce la tolerancia, tan importante para mantener la paz en el mundo de ahora y en el de nuestros hijos. Los problemas culturales –el rechazo al posible aporte foráneo– pueden llevar a la xenofobia y al racismo, expresiones más exacerbadas de la territorialidad primitiva y la ignorancia, que no aportan nada al desarrollo social de la humanidad, sino que más bien producen en la población una sensación de angustia y desasosiego, además de un malestar generalizado que puede crear fisuras insalvables.
Es preciso ver las migraciones como una oportunidad para el enriquecimiento de las culturas, la ocasión de crecer de ambas partes, en lugar de tener temor a que se nos despoje de algo. La tolerancia es crucial en las buenas relaciones entre los individuos y entre los pueblos. La intolerancia conduce al odio y la violencia, y estos a su vez llevan a problemas más graves que incluso pueden terminar en guerras. Es hora de pensar en el ser humano como un “ciudadano del mundo”, olvidando las diferencias en el origen de cada quien. Por el bien de la humanidad, debemos ser tolerantes, abiertos, sencillos y suficientemente humildes para aceptar que los demás no necesariamente tienen que ser iguales a nosotros. De esto dependerá que podamos vivir en armonía.
©2005 PSR
** "Todos somos extranjeros...casi en todas partes" mereció el Segundo Premio en el 1er. Certamen Nacional de Poesía, Cuento y Ensayo de la American University of Puerto Rico en Manatí, Puerto Rico 2009.