LIBROS POR PATRICIA SCHAEFER RÖDER

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miércoles, 18 de mayo de 2011

BUSCABA...

buscaba ansiosa el ánimo perdido
y al fin
desperté de mi letargo
con una nueva idea.

buscaba el ímpetu
y mi espíritu me empujó
irremediablemente
fuera de mí misma.

buscaba la libertad
y a lo lejos apareció un pelícano
planeando suavemente sobre las olas.

buscaba la sabiduría
y me asombró la tortuga marina
haciendo su nido en la playa.

buscaba la perseverancia
y me senté en la plaza
junto a una anciana que tejía
mientras tomaba el sol mañanero.

buscaba lo imposible
y encontré mil barricadas.
entonces
las derrumbé una por una
y convertí todo en hechos
…ya no existe lo irrealizable.

buscaba la belleza
y tropecé en el campo
con una telaraña tachonada de fino rocío.

buscaba la verdad
y la encontré en el fondo
de tu mirada limpia.

buscaba la tolerancia
y me sorprendió la carretera recta por la que iba
haciéndose arco por la presencia de un árbol.

buscaba la aceptación
y poco a poco fui distinguiendo
el más hermoso arco iris
en medio de las nubes grises.

buscaba la dignidad
y me contentó inmensamente
saber de una mujer
que se hacía respetar.

buscaba el honor
y sentí en mi piel
la reverencia de los indígenas
en el trato a la Madre Tierra.

buscaba la inocencia
y un pájaro se posó en mi ventana
trinando para su amada.

buscaba la confianza
y mi hijo tomó mi mano
…y yo la apreté suavemente.

buscaba la amabilidad
y me envolvió el perfume
de la pradera florida
una tarde de primavera.

buscaba el apoyo
y encontré unas manos
un hombro preparado
unos brazos abiertos.

buscaba la compasión
y me tranquilizó verla en tantos rostros
ayudando a desconocidos
después de la catástrofe.

buscaba la esperanza
y me arroparon los verdes más nuevos
en las copas retoñadas
de los árboles en mi calle.

buscaba la maravilla
y me fascinó el sol brillante
en el cielo azul intenso
y la luna llena
en la elegante noche estrellada.

buscaba la alegría
y mi corazón sonrió pleno
al hacer reír a otros.

buscaba la felicidad
y al hallarla
emocionada la respiré profundamente
hasta llenarme de ella
luego la dejé salir como suspiro
para compartirla con los demás.

buscaba la amistad
y uno a uno aparecieron
quienes ocupan
inamovibles
un lugar en mi corazón.

buscaba el amor
y de pronto
me quedé enganchada
a tu alma.

buscaba la paz
y me di cuenta
de que la llevo dentro.

buscaba la eternidad
y mi alma vibró.


©2011 PSR

miércoles, 7 de abril de 2010

ESPERANZA

Los primeros rayos de sol en un frío amanecer de primavera sorprendieron a dos mujeres caminando por las calles de Jerusalén. Iban con prisa, nerviosas y apesadumbradas a la vez. Llevaban consigo esa mezcla de sentimientos que sólo conoce aquel que ha perdido a alguien muy cercano. Caminaban juntas, como de costumbre. Aunque desesperanzadas, caminaban con determinación, porque a pesar de sentirse devastadas, tenían una responsabilidad que cumplir. Y lo harían con el mismo amor de siempre.

Eran ellas Magdalena y María, dos de las mujeres que acompañaron a Jesús y sus discípulos durante sus años de ministerio público en Galilea. Habían preparado aceites y perfumes antes del sábado para ungir el cuerpo de Jesús crucificado y darle sepultura adecuadamente. Venían hablando de lo sucedido durante los últimos días, de lo terrible que era haber perdido a su Maestro y de qué les depararía la vida ahora que él ya no estaba. Se preguntaban si tan temprano habría alguien que pudiera ayudarles a correr la piedra que cerraba el sepulcro.

A medida que se acercaban al lugar del monumento, sus corazones volvían a rasgarse, deshilachándose violentamente por segunda vez en tres días. Al fin llegaron con su dolor y su pena al sepulcro donde José de Arimatea había colocado a Jesús envuelto en una sábana al bajarlo de la cruz. Cuando se acercaron, se percataron de que la piedra que sellaba la tumba estaba fuera de lugar. ¡Alguien la había movido! Pero… ¿quién?

Con una amalgama de gran asombro y miedo, las dos mujeres entraron al monumento y en medio de la penumbra encontraron sentados a dos hombres jóvenes con túnicas blancas resplandecientes. Al verlas entrar, uno de ellos dijo:
—Él ya no está aquí. Resucitó; no había nada para él en este lugar.
Las mujeres, aterradas, le escucharon con oídos sordos y sin poder articular palabra. ¿Quiénes eran ellos? Estupefactas, miraron a su alrededor intentando entender qué sucedía. Encima de una roca, cuidadosamente doblada, estaba aquella sábana que había envuelto al cuerpo de Jesús, pero no veían el cuerpo de su Maestro por ninguna parte. Sin dejar de mirarlas por un instante, el joven continuó:
—¿Acaso no buscan a Jesús de Nazaret, que fue crucificado tres días atrás aquí mismo, en el monte del Gólgota?
—Sí, es a él a quien buscamos, a nuestro Maestro. Vinimos a ungirlo y sepultarlo según las leyes —respondieron las mujeres al unísono—. Por favor, dígannos dónde está o quién se lo llevó —dijeron casi suplicando.
—¿Y por qué insisten en buscar entre los muertos a quien mora entre los vivos?
—Pero nosotras vimos cuando José el de Arimatea lo colocó en esta tumba hace unos días… Por favor, déjennos tomarlo de dondequiera que lo hayan llevado.
—¿Y dónde quedaron todas las enseñanzas de estos tres años? En Jesús se cumplió la profecía de que el Mesías sería entregado, le juzgarían, sufriría inmensamente, se le daría muerte y a los tres días resucitaría; recuerden cómo él mismo lo anunció tres veces en Galilea.
Con grandes ojos abiertos de par en par, Magdalena y María oían lo que el joven les decía, intentando comprender. Eran tantas las enseñanzas que habían recibido de su Maestro en ese corto tiempo, que tuvieron que hacer memoria. Al fin, Magdalena dijo:
—Recuerdo, sí, cómo habló sobre las profecías, cómo contó que sería muerto por nosotros, resucitando al tercer día y cómo nos prometió la vida eterna junto a él y nuestro Padre en los cielos. ¡Oh, María, todo se cumplió! —exclamó Magdalena, mirando a María con una expresión que combinaba algo de remordimiento con una felicidad infinita.
—Así es, Magdalena; lo que anunciaron los profetas sucedió palabra por palabra —dijo el joven, y dirigiéndose a ambas mujeres, prosiguió—: Jesús les enseñó que debían cumplir con las Leyes, creer en Dios, ser compasivos y amar al enemigo. El Mesías vino a salvarles de los pecados y con ello les prometió el reino de Dios. Recuerden también cómo les aseguró que no les abandonaría jamás. Su promesa es indeleble y fue sellada con la resurrección. No lo olviden, todo aquel que creyere será salvo. Vayan ahora con la esperanza renovada y den la buena nueva a los demás.

Así, con la fe renacida en la promesa de su Maestro amado, las dos mujeres salieron de aquel sepulcro quedando envueltas en los tonos naranjas y dorados más brillantes de cualquier amanecer que hubiesen visto jamás. Y en medio de la aurora, regresaron plenas de dicha y emoción por las mismas calles que horas antes habían recorrido sin esperanza alguna.


©2010 PSR

viernes, 2 de abril de 2010

CAMINO AL CALVARIO

Camino al Calvario, un Jesús golpeado, herido y agotado veía a las multitudes curiosas que se acercaban para mirarlo de cerca. Muchos lo insultaban, algunos se compadecían y a muy pocos les dolía verlo cargando la pesada cruz en la que sería clavado. De pronto entre la gente, Jesús fijó la mirada sobre Ahmed, un hombre joven de grandes ojos negros que lo veía preocupado desde lo alto de un muro aledaño.
—Sígueme —le dijo Jesús al joven.
Por un momento, Ahmed pensó que el sol ardiente le estaba jugando una mala pasada, pero al notar los ojos de Jesús clavados insistentemente en los suyos, reaccionó. Sorprendido de que aquel tristemente célebre condenado a muerte le hubiese hablado, se abrió paso entre la muchedumbre, acercándosele.
—Señor, quieres que te siga… pero tú vas rumbo al Monte Calvario —le respondió aún desde la distancia, sin entender.
—¿Es que puede haber otro camino? —dijo Jesús, y prosiguió hacia adelante por la vereda pedregosa.
Aquella frase pronunciada por la voz cansada de Jesús resonó en los oídos incrédulos de Ahmed como un soplo de viento que rápidamente se convertiría en tormenta, haciendo que las piernas del joven lo llevaran instintivamente a su vera. Ansioso y conmovido, le dijo:
—Maestro, ¿qué puedo hacer por ti ahora? ¿No es demasiado tarde ya?
—Nunca es tarde para los puros de corazón como tú, Ahmed. Eres un hombre respetuoso de las Leyes, buen padre y esposo. Sígueme por la ruta de tu vida como lo has hecho hasta ahora, eso es lo que de ti espero.
—Pero Señor, ¿cómo he de acompañarte si cada quien tiene su propio destino? Tu camino ahora es el del sufrimiento. ¿No se supone que debemos buscar la felicidad?
—La felicidad y el sufrimiento son parte de la vida. Busca siempre la felicidad y sé consciente de su valor. Aprovecha también cada oportunidad que tengas de hacer feliz a tu hermano. Es la falta de amor hacia el prójimo lo que trae consigo su sufrimiento.
—¿Y por qué Dios te castiga así? ¿Acaso tu Padre no te ama?
—Dios nos ama y quiere que seamos felices. Dios no nos castiga, pero el sufrimiento es inevitable; las cosas malas suceden. Todo tiene una razón, pero Dios nunca nos envía dolor.
—Maestro, tengo miedo de sufrir.
—Todos temen al sufrimiento, Ahmed, a mí también me pasó. Tienes que aprender a aceptar que no eres perfecto. Pasarás por épocas duras y sentirás dolor, pero deberás enfrentarlo y sobreponerte a él.
—Si yo siempre he cumplido las Leyes, ¿por qué he de sufrir?
—Hay muchas cosas que nos hacen sufrir; ellas existen y nos salen al encuentro sin poder hacer mucho por esquivarlas. El sufrimiento es distinto para cada uno, pero el resultado es el mismo: ver a Dios. El dolor nos hace reaccionar y madurar, nos vuelve más fuertes y al mismo tiempo, más humildes. Los humildes de corazón son quienes moran en el Cielo.
—Si yo no soy orgulloso, ¿qué tanto deberé sufrir?
—Recuerda que todo sufrimiento es pasajero, pero la paz que te da Dios es eterna. ¿Acaso no viene la calma después de la tormenta? ¿No paren las mujeres a sus hijos con dolor? Después del intenso dolor de parto, la madre recibe al hijo y el hijo comienza la vida en esta tierra. El sufrimiento nos enseña a valorar las cosas que nos traen felicidad, pequeñas y grandes. Piensa en tu mujer, en tus hijos y en los puros de corazón. Mira el sol cómo lo llena todo con su luz. Mira el cielo azul intenso y el verdor de los campos. Mira los árboles en flor que llevan la esperanza de los próximos frutos y siente el alivio de la tierra cuando la lluvia la cubre.
—Entonces Señor, ¿qué debo hacer?
—Confía siempre en Dios, Ahmed. Nuestro Padre nos da fuerzas y valor, nos consuela, protege nuestras almas y nos salva en el sufrimiento. Recuerda mis palabras. Cumple las Leyes, cree en Dios, ten compasión y ama a tu enemigo. Siempre estaré contigo, no te abandonaré jamás. Y esta noche, cuando todo haya pasado, mira las estrellas. Allí estará mi Padre, velando por mí y por ti.
Dicho esto, Jesús tomó aliento, reacomodó la cruz sobre su hombro y siguió hacia adelante, caminando entre piedras y flores.
 
 
©2010 PSR