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"...Caminé. Caminé sin parar por
horas, y de pronto la vi a lo lejos. Una mano enorme que salía erguida de la
tierra. Era una mano vieja a la que le habían amputado el pulgar. A pesar de
esto, los demás dedos subían enérgicos señalando el cielo, dirigiéndose seguros
y fuertes hacia el azul intenso e infinito. En la base, la muñeca mostraba el
paso del tiempo reflejado en los profundos surcos de la corteza que quería
descascararse pero aún no había encontrado el momento oportuno. El muñón del
pulgar estaba astillado y oscuro, mostrando la cicatriz de una herida mal
sanada. Sobre la palma cóncava alguna vez se dieron cita distintas semillas de
orquídeas y helechos, que luego abrieron paso a enormes plantas, minúsculas sin
embargo, en comparación con la gigantesca mano noble que les daba apoyo,
abrigo, sustento. Tronco y ramas surcados por un sinfín de estrías diferentes
que los recorrían en todas direcciones. La copa de esta maravilla se extendía
generosa y abierta para cobijar toda clase de insectos, ranas, pájaros,
lagartijas y pequeños ratoncitos de monte. Era una cornucopia vibrante, noble y
silente; llena de vida que la hacía palpitar, clavada inevitablemente en la
tierra. El viento que pasaba entre las hojas arrullaba el paisaje verde
intenso, moviendo el calor de un lado a otro, envolviendo en su rumor a toda la
mano y lo que contenía, calmando el grito excitado de pájaros, ranas y grillos. Al fin llegué, envuelta en la
cálida luz de la mañana. Había visto la mano miles de veces en mis sueños ya
desteñidos y tuve la fuerte necesidad de conocerla de cerca; de sentirla, de
abrazarme a ella; de palpar una a una todas las irregularidades de su tronco.
Quise oler el musgo que la cubre por tramos y mojarme con el rocío guardado
debajo de los helechos. Curiosa, probé el néctar silvestre y dulce de las
orquídeas. Necesitaba escuchar el concierto desenfrenado de los animales que
buscan pareja para entender mi propio llamado inquietante y dejarlo salir del
vacío en que se ahogaba; del vacío que yo misma sobrevivía a duras penas. Me
propuse llenar mis pupilas de todas las formas que me rodeaban; de todos los
tonos de verde existentes, de los pardos, de los amarillos. De todos los
colores del arco iris, intensos, que están de fiesta perenne en esa mano viva.
Mi alma se ensanchó más y más, rompiendo una a una todas las costuras que la
encerraban y dejando en libertad al espíritu femenino que hasta ese instante no
había aprendido a volar...".
Era un hombre sencillo como sus versos,
que viajaba de pueblo en pueblo. De manera llana, cantaba acerca de los árboles
santos del bosque, del viento embrujado en la montaña, del murmullo con que el
agua del río enamoraba a las algas. Con palabras directas, relataba cómo los
hombres cazaban al jabalí y las mujeres lo guisaban con verduras del huerto. Describía
la construcción de las casas de madera y heno, la forma de atender a las
gallinas, los juegos de los niños y las fiestas de la aldea. La gente lo
escuchaba atenta; entendía sus rimas y se identificaba con aquellas coplas del
diario vivir.
Un día, el bardo llegó a una ciudad. Sin
ninguna pretensión, hizo lo que sabía hacer de la manera en que siempre lo
había hecho. La gente cándida se acercó a oír sus poemas de lo bello y lo
verdadero, comprobando cada cual su realidad en el eco de esas frases. Recitaba
y musitaba; el bardo no se cansaba de declamar. Al poco tiempo, la noticia
llegó hasta quienes se sentían eminencias en el arte de versificar.
Interesados, lo fueron a ver al final de una tarde cálida de verano. Él se
sintió honrado con tal visita, y gentil como su naturaleza, se mostró tal cual era:
transparente y con el alma llena de flores. “Tus versos son muy simples”,
dijeron; a lo cual asintió complacido. “Tu poesía es muy prosaica”, afirmaron. El
bardo no entendió ese término. Sonrió, les dio las gracias por el cumplido y salió
de nuevo a contarle a la gente las cosas de sus vidas con palabras sencillas. Y
a la gente le gustaba.
Atardecía. Otro día se acababa en el
campo. La calma reinaba al ponerse el sol suavemente en el horizonte tenue de principios
de primavera. Todos regresaban a sus casas, a sus establos, a sus madrigueras.
Todos se disponían a descansar junto a los suyos. Todos, menos el
espantapájaros.
Siempre había sido así; a nadie se le
hubiera ocurrido que fuese de otro modo. Pero esa tarde, algo se notaba
distinto en el ambiente. Después de tanto tiempo, el espantapájaros se dio
cuenta por primera vez de su existencia.
Comenzó a verse a sí mismo como un ser
independiente de su entorno. Hasta ese momento se había sentido como un
artefacto más de la granja, haciendo su trabajo rutinario, inmóvil, con los
brazos extendidos lado a lado, los ojos apuntando siempre en la misma dirección
y los pies enterrados en el suelo del campo. Le parecía normal ser tan sólo una
parte del mobiliario, de las instalaciones agrícolas de la región. Sin embargo,
un no sé qué lo sacó de su letargo de estatua utilitaria y al fin sintió. De pronto, aquella tierra fértil que hasta entonces lo sostenía, ahora
lo aprisionaba. El viento que solía arrullarlo hasta dejarlo dormido, ahora lo
helaba por dentro. Y la noche que antes le brindaba paz para descansar del
trabajo diario, ahora lo hacía percatarse de su inmensa soledad.
Así pasó el tiempo, aumentando cada día
la tristeza del espantapájaros. No comprendía por qué estaba solo, si era tan
bueno en su labor y siempre cumplía con su deber cabalmente. ¿Por qué nadie
querría ser su amigo?
Entonces, una noche de verano, al ver el
rostro pétreo de la luna saliendo enorme por el este, el espantapájaros juntó
todas sus fuerzas y logró zafarse de su grillete de arcilla y humus, un pie a
la vez. Para evitar que lo reconocieran, se quitó las ropas. Caminó por los
sembradíos buscando a alguien, a cualquiera, pero fue inútil. El campo estaba
desierto.
Siguió avanzando hasta llegar al borde
del bosque. Con los brazos caídos igual que su ánimo, se sintió más solo que
nunca y deseó con todas las fuerzas pertenecer a una familia; no importaba a cuál.
Anhelaba ser un miembro vivo e importante de un grupo; necesitaba sentirse
orgulloso de su existencia y no quería que ningún ser le tuviera miedo.
Cansado, arrastró los pies por el bosque
oscuro en busca de refugio y abrigo. En un claro, vio los enormes abetos que
tocaban las estrellas con sus ramas y se emocionó profundamente. Mientras más
los detallaba, más se maravillaba. Una desconocida sensación lo llenaba de paz.
De pronto, para su propio asombro y sin querer evitarlo, sus brazos comenzaron
a levantarse de nuevo, llenándose de una extraña energía. Los pies cansados se
proyectaron hacia abajo, perforando el suelo del bosque, y aquel cuerpo de heno
se fue fortaleciendo en una gruesa corteza parda de la cual nacía musgo verdiblanco. La felicidad lo embargó cuando de los brazos, pecho y cabeza brotaron
ramas con hojas.
Amanecía. Las aves del bosque
revoloteaban entre el follaje, posándose alegres sobre el nuevo gran abeto.
Buscaban alimento y lugar para construir sus nidos. Había un rumor extático en
el ambiente. Y en su interior, él sonreía.