LIBROS POR PATRICIA SCHAEFER RÖDER

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miércoles, 21 de agosto de 2013

YARACUY

"...Caminé. Caminé sin parar por horas, y de pronto la vi a lo lejos. Una mano enorme que salía erguida de la tierra. Era una mano vieja a la que le habían amputado el pulgar. A pesar de esto, los demás dedos subían enérgicos señalando el cielo, dirigiéndose seguros y fuertes hacia el azul intenso e infinito. En la base, la muñeca mostraba el paso del tiempo reflejado en los profundos surcos de la corteza que quería descascararse pero aún no había encontrado el momento oportuno. El muñón del pulgar estaba astillado y oscuro, mostrando la cicatriz de una herida mal sanada. Sobre la palma cóncava alguna vez se dieron cita distintas semillas de orquídeas y helechos, que luego abrieron paso a enormes plantas, minúsculas sin embargo, en comparación con la gigantesca mano noble que les daba apoyo, abrigo, sustento. Tronco y ramas surcados por un sinfín de estrías diferentes que los recorrían en todas direcciones. La copa de esta maravilla se extendía generosa y abierta para cobijar toda clase de insectos, ranas, pájaros, lagartijas y pequeños ratoncitos de monte. Era una cornucopia vibrante, noble y silente; llena de vida que la hacía palpitar, clavada inevitablemente en la tierra. El viento que pasaba entre las hojas arrullaba el paisaje verde intenso, moviendo el calor de un lado a otro, envolviendo en su rumor a toda la mano y lo que contenía, calmando el grito excitado de pájaros, ranas y grillos.
 
Al fin llegué, envuelta en la cálida luz de la mañana. Había visto la mano miles de veces en mis sueños ya desteñidos y tuve la fuerte necesidad de conocerla de cerca; de sentirla, de abrazarme a ella; de palpar una a una todas las irregularidades de su tronco. Quise oler el musgo que la cubre por tramos y mojarme con el rocío guardado debajo de los helechos. Curiosa, probé el néctar silvestre y dulce de las orquídeas. Necesitaba escuchar el concierto desenfrenado de los animales que buscan pareja para entender mi propio llamado inquietante y dejarlo salir del vacío en que se ahogaba; del vacío que yo misma sobrevivía a duras penas. Me propuse llenar mis pupilas de todas las formas que me rodeaban; de todos los tonos de verde existentes, de los pardos, de los amarillos. De todos los colores del arco iris, intensos, que están de fiesta perenne en esa mano viva. Mi alma se ensanchó más y más, rompiendo una a una todas las costuras que la encerraban y dejando en libertad al espíritu femenino que hasta ese instante no había aprendido a volar...". 

 
Fragmento de "Yara" ©2006 PSR 
"Yara" aparece en la antología Yara y otras historias, de Patricia Schaefer Röder.
Ediciones Scriba NYC 
ISBN 978-0-9845727-0-0

miércoles, 5 de junio de 2013

EL BARDO


Era un hombre sencillo como sus versos, que viajaba de pueblo en pueblo. De manera llana, cantaba acerca de los árboles santos del bosque, del viento embrujado en la montaña, del murmullo con que el agua del río enamoraba a las algas. Con palabras directas, relataba cómo los hombres cazaban al jabalí y las mujeres lo guisaban con verduras del huerto. Describía la construcción de las casas de madera y heno, la forma de atender a las gallinas, los juegos de los niños y las fiestas de la aldea. La gente lo escuchaba atenta; entendía sus rimas y se identificaba con aquellas coplas del diario vivir.

Un día, el bardo llegó a una ciudad. Sin ninguna pretensión, hizo lo que sabía hacer de la manera en que siempre lo había hecho. La gente cándida se acercó a oír sus poemas de lo bello y lo verdadero, comprobando cada cual su realidad en el eco de esas frases. Recitaba y musitaba; el bardo no se cansaba de declamar. Al poco tiempo, la noticia llegó hasta quienes se sentían eminencias en el arte de versificar. Interesados, lo fueron a ver al final de una tarde cálida de verano. Él se sintió honrado con tal visita, y gentil como su naturaleza, se mostró tal cual era: transparente y con el alma llena de flores. “Tus versos son muy simples”, dijeron; a lo cual asintió complacido. “Tu poesía es muy prosaica”, afirmaron. El bardo no entendió ese término. Sonrió, les dio las gracias por el cumplido y salió de nuevo a contarle a la gente las cosas de sus vidas con palabras sencillas. Y a la gente le gustaba.


©2013 PSR


miércoles, 20 de febrero de 2013

El espantapájaros




Atardecía. Otro día se acababa en el campo. La calma reinaba al ponerse el sol suavemente en el horizonte tenue de principios de primavera. Todos regresaban a sus casas, a sus establos, a sus madrigueras. Todos se disponían a descansar junto a los suyos. Todos, menos el espantapájaros.

Siempre había sido así; a nadie se le hubiera ocurrido que fuese de otro modo. Pero esa tarde, algo se notaba distinto en el ambiente. Después de tanto tiempo, el espantapájaros se dio cuenta por primera vez de su existencia.

Comenzó a verse a sí mismo como un ser independiente de su entorno. Hasta ese momento se había sentido como un artefacto más de la granja, haciendo su trabajo rutinario, inmóvil, con los brazos extendidos lado a lado, los ojos apuntando siempre en la misma dirección y los pies enterrados en el suelo del campo. Le parecía normal ser tan sólo una parte del mobiliario, de las instalaciones agrícolas de la región. Sin embargo, un no sé qué lo sacó de su letargo de estatua utilitaria y al fin sintió. De pronto, aquella tierra fértil que hasta entonces lo sostenía, ahora lo aprisionaba. El viento que solía arrullarlo hasta dejarlo dormido, ahora lo helaba por dentro. Y la noche que antes le brindaba paz para descansar del trabajo diario, ahora lo hacía percatarse de su inmensa soledad.

Así pasó el tiempo, aumentando cada día la tristeza del espantapájaros. No comprendía por qué estaba solo, si era tan bueno en su labor y siempre cumplía con su deber cabalmente. ¿Por qué nadie querría ser su amigo?

Entonces, una noche de verano, al ver el rostro pétreo de la luna saliendo enorme por el este, el espantapájaros juntó todas sus fuerzas y logró zafarse de su grillete de arcilla y humus, un pie a la vez. Para evitar que lo reconocieran, se quitó las ropas. Caminó por los sembradíos buscando a alguien, a cualquiera, pero fue inútil. El campo estaba desierto.

Siguió avanzando hasta llegar al borde del bosque. Con los brazos caídos igual que su ánimo, se sintió más solo que nunca y deseó con todas las fuerzas pertenecer a una familia; no importaba a cuál. Anhelaba ser un miembro vivo e importante de un grupo; necesitaba sentirse orgulloso de su existencia y no quería que ningún ser le tuviera miedo.

Cansado, arrastró los pies por el bosque oscuro en busca de refugio y abrigo. En un claro, vio los enormes abetos que tocaban las estrellas con sus ramas y se emocionó profundamente. Mientras más los detallaba, más se maravillaba. Una desconocida sensación lo llenaba de paz. De pronto, para su propio asombro y sin querer evitarlo, sus brazos comenzaron a levantarse de nuevo, llenándose de una extraña energía. Los pies cansados se proyectaron hacia abajo, perforando el suelo del bosque, y aquel cuerpo de heno se fue fortaleciendo en una gruesa corteza parda de la cual nacía musgo verdiblanco. La felicidad lo embargó cuando de los brazos, pecho y cabeza brotaron ramas con hojas.

Amanecía. Las aves del bosque revoloteaban entre el follaje, posándose alegres sobre el nuevo gran abeto. Buscaban alimento y lugar para construir sus nidos. Había un rumor extático en el ambiente. Y en su interior, él sonreía.


©2013 PSR


"El espantapájaros" aparece en A la sombra del mango por Patricia Schaefer Röder 
Ediciones Scriba NYC 2019 
ISBN 9781732676756 

Mención de Honor en los ILBA 2020 
 



miércoles, 9 de enero de 2013

AZUL Y VERDE



abro los ojos al vasto cielo azul
celeste intenso de mi niñez
el mismo cielo que veía
con tanta claridad
en el rostro de mi madre.

azul noble de sentimientos
clara y transparente bóveda inmensa
centella eterna que recibes y das
toda la luz
cada uno de mis días.

azul sólido
donde mar y aire se funden
azul enérgico
leal y fiel
a mí misma
por siempre
necesariamente.

me sumerjo de nuevo en el azul
ese azul marino profundo
que nunca ha dejado de recibirme
deja que vuele entre tus olas
arrúllame en tu cadencia primigenia
arawaka, taína, maya...
caribe.

soy yo en este mundo
entero de azules y verdes
que tenaces abrazan mi vida
desde adentro
inundando mi existencia
hasta afuera
…desbordando el corazón.

cierro los ojos y veo
tu mirada color esperanza
la que en cualquier circunstancia
sin falta y sin ruego
apostaba por la copa medio llena
esa mirada sencilla y sincera
que iluminaba de amistad la calle
contagiando de música el campo
al son del cuatro y el arpa.

verde es la luz que me alcanza
bajo el grueso manto de la arboleda
tonos cálidos, refulgentes de amarillo
cuando el sol accede
dejándose atrapar
entre sus redes.

verdes oscuros
de los bosques ancestrales
matices brillantes
de las selvas tropicales
verdes que vivo
a plenitud
en mosaicos variopintos
unos en otros
todos en uno
infinita gama
miles de posibilidades
oportunidades…
libertad de acción
pensamiento
sentimiento
albedrío
total.

millones de hojas
arropan mi alma
respiro hondo
llenando el pecho
de todos los aromas silvestres
entonces
el espíritu se sacude
ejecutando aquella danza
primordial
pura esencia de verdes colinas
selvas
campiñas
frescor matutino
sutil celeste sobre verde
calor de la tarde
esmeraldas entre el índigo
follaje de árboles y palmeras
pintado en mi cielo antillano
con el sol del trópico
incandescente
ardiente
perpetuo.


©2013 PSR