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domingo, 1 de enero de 2017

EN CASA


Sentirse en casa es el trayecto.
Estar en casa es la meta.

Sentirse en casa es descubrir el idioma de tus padres en la televisión.
Estar en casa es salir a la calle y escuchar el acento de la infancia en boca de toda la gente.

Sentirse en casa es oír gaitas en diciembre.
Estar en casa es ir a los amaneceres gaiteros.

Sentirse en casa es preparar un plato tradicional.
Estar en casa es comer ese mismo plato preparado por tu mamá. 

Sentirse en casa es ver una película con paisajes de tu terruño.
Estar en casa es caminar por los senderos de esos paisajes.

Sentirse en casa es hablar con tus amigos por videollamada.
Estar en casa es tocar a la puerta de tus amigos y darles un abrazo.

Sentirse en casa es charlar con la luna.
Estar en casa es ver los atardeceres de la adolescencia.

Sentirse en casa es gozar un día de playa.
Estar en casa es volver a Morrocoy y a Choroní. 

Sentirse en casa es comer lechón y pasteles de plátano.
Estar en casa es comer hallacas, pernil, pan de jamón y ensalada de gallina.

Sentirse en casa es brindar con coquito en Navidades.
Estar en casa es tomarse un Ponche Crema.

Sentirse en casa es hablar español universal para que te entiendan.
Estar en casa es hablar venezolano y saber que te entienden.

Sentirse en casa es oír el “Burrito sabanero” en una tienda.
Estar en casa es cantar en familia “Si la Virgen fuera andina”. 

Sentirse en casa es dejarse deslumbrar por la luz y los colores del Caribe.
Estar en casa es saberse parte de la luz que produce el colorido.

Sentirse en casa es disfrutar un maví en la playa.
Estar en casa es saborear una chicha con hielo.

Sentirse en casa es comer un pastelillo salado.
Estar en casa es desayunarse un cachito de jamón con un café con leche en la panadería.

Sentirse en casa es tomar cursos de Educación Continua en la IUPI.
Estar en casa es visitar a mis profesores en la Facultad de Ciencias de la UCV.

Sentirse en casa es una foto.
Estar en casa es el álbum entero.

Sentirse en casa es ir y venir.
Estar en casa es pertenecer.

Sentirse en casa es maravilloso y placentero.
Estar en casa es divino e inigualable.

Sentirse en casa es el momento.
Estar en casa es la eternidad.

El corazón se siente en casa.  
El alma vive en ella.

Sentirse en casa es crecer y hacer una su propia vida con lo que tiene a mano. 
Estar en casa es regresar con el alma a un pasado que sabemos no será más.

De pronto, nos damos cuenta de que nunca nos hemos alejado de la casa, porque ella habita en nosotros al igual que nosotros dentro de ella. La verdadera casa es única, está hecha sobre los cimientos de nuestro pasado y lleva en sus muros las piedras de la historia de cada uno. Como tortugas, la casa crece con nosotros, la llevamos a todas partes y en todas partes estamos en casa. Cada quien es su casa; esa es la verdad.


© PSR 2016


jueves, 31 de diciembre de 2015

CASA


Cómoda estoy
junto a todos los míos
aunque a distancia.

Alivio siento
entre tantos recuerdos
libre del yugo.

Siempre al dormir
revivo melodías
musitando paz.

Aurora ardiente
crepúsculo tranquilo
estoy en casa.


©2015 PSR


miércoles, 25 de junio de 2014

BLANCANIEVES

Viviendo encerrada en una casa, sin permiso para recibir visitas ni hablar con nadie, atendiendo a siete hombres –cocinando, limpiando, recogiendo, haciendo camas y lavando la ropa– y teniendo que mostrar siempre dulzura y buen humor, Blancanieves sufría de depresiones que la hicieron querer dormir para nunca más despertar. Lo de la manzana es otro cuento.



©2014 PSR


 

miércoles, 13 de noviembre de 2013

N Y C


Nadie te iguala
hogar de tanta gente
crisol de pueblos.

Y eres mágica
sobrevives estoica
toda adversidad.

Ciudad e historia
sigues siendo capital
del mundo entero.


©2013 PSR



SIGLEMA 575

Un siglema 575 es un poema que se escribe en base a las letras de la palabra o palabras que definen su tema y que constituyen su título. El tema es libre y las palabras que lo definen forman el título, el cual queda representado como una especie de acrónimo, con las siglas separadas entre ellas por un espacio. Cada estrofa posee tres versos, de los cuales la primera palabra del primero debe comenzar con la letra correspondiente a la sigla que le toca. La métrica es 5-7-5, con rima libre. Por su naturaleza acrónima, las estrofas deben poder funcionar independientemente como un poema autónomo, y en conjunto, como parte de un poema de varias estrofas que gire alrededor del mismo tema. En un siglema 575 hay tantas estrofas como letras posea el título.

© Patricia Schaefer Röder, 15 de agosto de 2011.

miércoles, 29 de mayo de 2013

A L E


Alegre y bella
llenas la vida de luz
sin más excusas.

Lirios silvestres
flotan en la música
de tu corazón.

Es mi alma abierta
sin espacio ni tiempo
tu eterna casa.


©2013 PSR


jueves, 16 de junio de 2011

VUELTA 2011

nada se detiene
nunca
todo se mueve
aprisa
una época vivida
toda una vida
más bien varias
intensas
queridas…
quinientas mil lecciones
aprendidas
lentamente
o de un solo golpe
tiempos lejanos
sabores irrepetibles
tan conocidos…
amigos.

una nube de mariposas
me encierra en un punto
todas las etapas
cuántos sucesos
más aromas
regresan a la memoria
cuando volvemos
revivimos instantes
de pronto somos parte del paisaje
de antaño
aquellos sueños se desempolvan
batiendo las alas
alzando el vuelo
juntos
a un solo tiempo
los pulmones se hinchan
a reventar
con cada detalle
de nuevo.

colmados de una esperanza
tesonera
esos rostros queridos
desde siempre
sin edad
ni barreras
centellantes de sonrisas
encendidos de recuerdos
son reflejos interminables
entre los corazones gemelos.

cada encuentro desbordante
de alegría
cada mirada inundada
de luces dulces
refulgentes…
sutiles
añoranzas nutridas
anécdotas que se agolpan
en el alma.

me pierdo divinamente
en un abrazo eterno
fuerte y tierno
a la vez
inundando las cuencas
galopando el pecho.
encerrada entre dos cornucopias
conocidas
increíblemente cómodas
mi piel toda recibe
el alimento vital
puro cariño
convertido en calor
renovado
de sentimiento.

feliz
paso por las puertas abiertas
de tu hogar.
me siento en casa
aun estando tan lejos de la mía.
la dicha estalla
como flor en primavera
agradecida
de ser tan bien recibida.

un almuerzo
una cena
…cien antojos satisfechos.
un paseo
un picnic
¡como en los viejos tiempos!
una excusa cualquiera
como siempre
para volver a vernos.

complacida mi mirada
se llena de detalles
perfectos
infinitos
en comisuras amables
con líneas tranquilas
y texturas suaves
que los hacen
uno a uno
seres tan especiales.
plena como la luna blanca
me siento en su presencia
la paz me invade
irremediable
y compruebo
que no existe distancia
ni tiempo
cuando el afecto es un arco iris
que a través de la lluvia
brilla sincero.
¡qué bueno es estrecharlos
tan cerca!
¡qué bueno es sentirlos
y hacerles reír
una vez más!
…qué bueno es saberlos
allí
siempre
gente bella
mi familia
y mis amigos.


©2011 PSR

miércoles, 8 de septiembre de 2010

VIGILIA

La conocí una noche, cuando intentaba lanzarse a los rieles del metro. La detuve a tiempo, impidiéndole que se quitara la vida. No había más nadie en la estación, así que mi acción heroica pasó inadvertida, al igual que tantas otras...

Logré convencerla de abandonar la idea del suicidio al menos por esa noche, mientras habláramos. Sabía que con algo de tiempo podría ayudarla a vencer esa gran depresión que irradiaba.

Debía sacarla de la estación lo más rápido posible. Salimos a la calle y la llevé a un café cercano. Nos sentamos y pedí algo de tomar. En medio de su depresión seguía alterada. Le ofrecí un caramelo de los que suelo llevar siempre conmigo. Lo aceptó. En ese instante supe que estábamos avanzando, y que había posibilidades de lograr algo bueno después de todo.

Le hablé con suavidad y firmeza a la vez. Le dije que me disculpara porque, aunque sabía que en realidad no debería meterme en sus problemas, sentía una fuerte necesidad de hacerlo. Así que seguí hablándole durante un rato. Le conté acerca de mi vida, y me di cuenta de que mientras lo hacía, trataba con desesperación que la historia sonara más interesante. Tal vez lo hice para que no se aburriera. Además, corría el riesgo de deprimirme yo también, y eso era lo que ella menos necesitaba en aquel momento.

Cuando ya me estaba tomando confianza, comenzó a hacer comentarios cortos sobre lo que le contaba. Sus intervenciones se fueron volviendo cada vez más largas y completas, hasta que tomó las riendas de su propia historia y me llevó a conocerla a través de su relato.

Era un ser atormentado, como los hay tantos. El pertenecer al gran montón la agobiaba aún más. No soportaba la idea de ser parte del común denominador. Ni siquiera su tormento la hacía destacarse de entre el resto, simplemente porque en esta ciudad pululan las personas con problemas. Basta con mirar los rostros de la gente; sus expresiones son un reflejo de lo dura y difícil que resulta la supervivencia en un lugar tan inhóspito.

A pesar de tener una vida relativamente cómoda, estaba insatisfecha consigo misma. No tenía una razón real para vivir. Nunca tuvo que luchar por nada en la vida porque siempre le dieron todo. Tampoco sabía cómo alcanzar una meta, tal vez porque jamás llegó a tener ninguna por delante. Era una de esas personas a las que nunca se les permitió tomar decisiones; ni pequeñas, ni mucho menos grandes. Todo estuvo siempre pensado, organizado y arreglado para su comodidad. Siempre había alguien haciéndose cargo de ella. Y sin embargo, se sentía desamparada y sola.

No le gustaba el ambiente en el que le tocaba interaccionar. Más aún, lo detestaba. A veces demostraba su rebeldía vistiéndose extravagantemente y maquillándose como una difunta. Quería llamar la atención a como diera lugar. Con su aspecto personal pedía a gritos hacerse notar, aunque fuera sólo por las apariencias. Pero ni siquiera eso lograba. Después de observarla durante menos de medio minuto, la gente la ignoraba por completo. Era como si no existiera.

Sin embargo, y a pesar de una vida llena de fracasos, de vez en cuando, muy de vez en cuando —me confesó— creía percibir cómo su rostro se serenaba con la vaga idea de poder lograr algún día, quizás, un poco de felicidad. Pero lamentablemente, como ella misma admitía, el tema de la dicha en su vida era sólo una utopía; algo imposible que rayaba casi en lo absurdo. Era la personificación del tormento y la amargura en un cuerpo de mujer.

Pasaban las horas y los capítulos de su vida, y nuestra conversación no parecía tener intenciones de acabar en un buen tiempo. A medida que continuaba relatándome hechos aislados en forma anacrónica, crecía una especie de vago alivio en su voz. Estaba liberándose de una gran carga cuyo peso parecía no sólo cansarla, sino más bien abrumarla mortalmente. De cierta manera me tranquilizaba, porque nos estábamos comenzando a entender. O al menos —y lo que era más importante— yo la estaba empezando a comprender mejor a ella.

Era ya muy tarde cuando le propuse caminar en dirección a su casa. El café había cerrado un par de horas antes; afuera sólo quedaban las mesas desiertas. La ciudad estaba durmiendo el sueño cansado de mediados de semana. Los anuncios publicitarios llevaban ya varias horas apagados, los edificios parecían deshabitados, las calles tenían el mismo aire de desolación que tenían sus ojos cuando le impedí que cometiera lo que para mí era una locura, pero que para ella fue sólo otro fracaso más que agregaría a su interminable lista.

Mientras caminábamos a través de la noche me di cuenta de que, al fin y al cabo, estaba dando el paseo que tenía planeado cuando salí de mi casa tantas horas antes. Sólo que todo había dado un giro inesperado y ahora iba en compañía de esta mujer que, a pesar de ser una total desconocida, dependía de mí. Y por supuesto, no le podía fallar.

Había una extraña armonía en el ambiente. Era una noche tranquila que exhibía un cielo increíblemente despejado en el que las estrellas contrastaban más resplandecientes que nunca sobre la negra inmensidad. No hacía frío; más bien era una noche cálida, con una agradable brisa que parecía tener el poder de llevarse los problemas y las preocupaciones a otra parte. “Definitivamente” —pensé— “ésta no es una noche como para morir”. Así que me propuse asegurarme de que desechara por completo la idea del suicidio.

Vivía en un vecindario elegante; no porque tuviese los medios para ello, sino más bien porque su familia la mantenía. Para ella sería imposible vivir en otro lugar, y para su familia sería tan bochornoso, que tampoco la dejarían. Pero en el fondo, ella sabía que al fin y al cabo ni siquiera le correspondía estar donde estaba. No sabía ganarse la vida. Conocía y justificaba sus limitaciones, que eran todas las que puede tener un ser humano. Se aferraba a su colección de sueños castrados y comprendía que mientras siguiera viviendo de la caridad y la lástima de los demás —en especial de su propia familia— le sería imposible respetarse a sí misma, y mucho menos hacerse respetar por nadie. Sin embargo, aún en los ratos de lucidez en los que se percataba de todo eso, no encontraba el camino para tomar la decisión de rebelarse contra su destino y sacudirse el peso aplastante de la vida fútil que llevaba.

A medida que nos acercábamos a su casa, pasando por calles y avenidas pobremente iluminadas, percibía un aumento en su angustia. Cuando ya faltaba poco para llegar noté que su voz se quebraba y que su mirada se enturbiaba. Parecía como si se transformara en otra persona. Su cara tenía la misma expresión que me partió el alma cuando la vi en el metro. Todo el esfuerzo que había invertido en despejarle la mente y calmarla se iba por el caño.

Finalmente llegamos. Por fuera la casa se veía como cualquier otra. Al principio titubeó respecto a dejarme entrar, pero después de todo lo que me había confiado, no parecía haber ningún motivo por el cual no pudiera hacerlo. Al fin y al cabo, ¿qué podía haber allí que fuese tan diferente de lo que ya sabía?

Cuando abrió la puerta, comprendí de golpe todas las cosas que no había terminado de entender durante nuestra larga conversación. La casa parecía abandonada desde hacía siglos. No advertí la presencia de nadie más en ese momento. El lugar estaba cargado y era apabullante. Al entrar, sentí que pasaba a un mundo en el que los conceptos de tiempo, espacio, orden, sonido y luz estaban redefinidos de una manera aberrada, sin ningún parámetro ni patrón fijos. De todas partes llegaba el olor del polvo añejo que se fue acumulando durante décadas, mezclado con una fragancia de perfume importado y el olor de decenas de diferentes animales domésticos. Parecía el palacio de un noble ropavejero. No se podía caminar; más bien había que escalar por entre el inútil mobiliario arrumbado. Los pasillos estaban completamente invadidos de muebles, cuadros, cajas, ropa, libros, fotografías y toda clase de artefactos, entre ellos muchas antigüedades y algunas cosas de valor. No se podían ver las paredes, y a veces ni siquiera era posible entrar a las habitaciones debido a la gran montaña de objetos que bloqueaban las puertas. Había una oscuridad casi total y un silencio denso que sólo se interrumpía de vez en cuando por el ruido de alguno de los animales. Era una cueva fantasmagórica aquella casa en la que vivía, llena de recuerdos amontonados de un pasado opaco y triste.

De pronto sentí que una tristeza enorme me invadía. Dondequiera que miraba sólo veía ideas abortadas, proyectos inconclusos, espejismos de deseos insatisfechos, metas no llevadas a cabo. Frustración. Eso era lo que se respiraba en esa casa. La impotencia flotaba en el ambiente, llenando todos los rincones y dejando su huella en aquella mujer que trataba de habitar el lugar. Pero lo más terrible era saber que lo que impregnaba a la casa de todo ese carácter fúnebre lo emitía ella misma. Era un sistema cerrado que se retroalimentaba, potenciándose cada vez más.

Ella se fue apagando mientras estuvimos en su casa. No la podía dejar en ese estado; sería peligroso. Era imposible abandonarla a su suerte en ese sitio que le hacía tanto daño, así que busqué una excusa para llevármela de allí. Nunca supe con certeza por qué me sentía tan responsable de ella; tal vez era porque unas cuantas horas antes le había salvado la vida, pero hasta el día de hoy no lo sé.

Después de haber hablado sobre tantas cosas, me puse a pensar qué le podría parecer suficientemente interesante para que quisiera acompañarme a otra parte. Tenía que ser un lugar que yo considerara más seguro que ese sitio que sólo evocaba el gran desastre que siempre fue su vida. Me vino a la mente la colección de plumas fuente que tengo en casa, y le propuse que podía enseñársela en ese mismo instante, mientras tomáramos algo que nos relajara. Cuando accedió, le pedí que no llevara nada. Los objetos nos traen a la memoria situaciones, personas y hasta otros objetos. A veces lo más sano es deshacerse de las cosas que nos traen recuerdos penosos. En este caso preferí que dejara todos los objetos personales en su casa, encerrados bajo llave. Al fin y al cabo, mientras estuviera conmigo no necesitaría nada.

Comencé a sentirme mejor en el mismo instante en que salí de esa catacumba. Nos dirigimos a mi casa por la vía más corta posible. Durante el trayecto me contó acerca de su matrimonio, que había sido arreglado desde que era casi una niña. Era natural que estuviera destinado al fracaso, ya que al hombre que fue su esposo, nunca le había pasado por la mente ni la más remota idea de casarse con ella. Y sin embargo fue obligado a hacerlo. Después de cinco años y tres niños, la abandonó y nunca quiso saber más nada de ellos.

Lo primero que hice al llegar fue encender todas las luces. Quería que mi casa le transmitiera algo opuesto a lo que transmitía la suya. Preparé té y le mostré mi apartamento. Quedó impresionada por lo que ella consideraba “orden”, pero que para mí no era más que el mantenimiento promedio que puede tener cualquier vivienda. Se veía más serena, lo que me tranquilizaba. Parecía muy interesada en las plumas fuente que le enseñaba. Habló de que le hubiese gustado ser escritora, pero nunca tuvo la oportunidad ni el valor de intentarlo. Otra derrota para su lista.

Aposté todo a los efectos relajantes del té que había escogido para ella. Encontré unas galletas dulces en la alacena y esperaba que el azúcar también hiciera su parte en tranquilizar a esa pobre mujer. Seguía relatándome partes de su vida y yo escuchaba atentamente, mientras pasaban las horas, las tazas de té y las galletas.

Ya casi al amanecer me confesó con dolor que también había fallado rotundamente como madre, pero no quiso entrar en detalles. La traté de consolar diciéndole que yo pensaba que esa debía ser una de las tareas más difíciles en el mundo, pero no me hizo mucho caso. Sólo me dijo que arruinó por completo las vidas de sus hijos, y que no sabía cómo reparar el daño que les había hecho. Le pregunté por sus paraderos, y me contestó que vivían con ella en esa casa. Preferí dejarlo así.

Amaneció al fin y seguíamos hablando en mi cocina. Ella continuaba liberándose de toda la carga de derrotas que acarreaba, y yo sentía que era mi deber ayudarla. En el fondo sabía que era una de las pocas personas que le prestaron algo de atención en toda su vida. Nuestra conversación había tenido efectos positivos en ella, y para ese momento la idea de suicidarse no rondaba más su cabeza. La pesadilla había llegado a su fin. Ya la noche se había ido y la luz del día le traería pensamientos más positivos. Así sucedía conmigo.

Desayunamos y me alisté para ir a trabajar. Ella estaba mucho más calmada y hasta algo contenta, cosa que me aliviaba. Mientras conversábamos noté un cierto aire de paz que se asomaba a su rostro. Había exorcizado la calamidad de su existencia y logramos pasar a otros temas.

Hablamos sobre arte durante algo más de media hora. Cuando llegó el momento de irnos le ofrecí llevarla a su casa, pero ella me aseguró que no era necesario. Quería dar un paseo para disfrutar del bello día que comenzaba. Luego iría a su casa a encargarse de sus hijos y de su vida. Quería poner orden, reparar su magullado espíritu, encontrar los fragmentos de anhelos dispersos en la madriguera que habitaba y soldarlos de nuevo para rescatar tanto como fuese posible. Prometió que comenzaría otra etapa, y yo asentí, apoyándola. Al fin la mujer tenía una meta en la vida, y esa meta era absolutamente superlativa. Mi esfuerzo no había sido en vano.

Salimos del edificio y caminamos un rato en la misma dirección, bordeando el río. Cuando llegó el momento de despedirnos me abrazó con fuerza y me dio las gracias por todo lo que había hecho por ella. También yo la abracé. Me puse a la orden y le dije que me llamara cuando quisiera, a lo que contestó con una sonrisa. La única sonrisa que llegué a ver en su rostro.

Ella continuó a lo largo del río y yo me desvié hacia una avenida cercana donde tomaría el autobús que me llevara al trabajo. La mañana estaba fresca y despejada, y la luz del sol se asomaba tímida a las calles. A pesar de la extraña noche que pasé, estaba feliz porque sabía que había logrado algo bueno. Me llenaba una satisfacción inmensa y no podía evitar sentir un cierto orgullo por lo que había hecho.

Durante todo el día estuve pensando en esa mujer. La imaginaba arreglando el chiquero en que vivía, animando a sus hijos y contándoles acerca del cambio que vendría en cuanto la casa estuviese lista. La imaginaba sonriente y al fin contenta, luchando por la gran empresa que tenía por delante.

Ese día trabajé con más ánimo que nunca. Me complacía ser una persona productiva en el trabajo y útil respecto al tema de ayudar a otros. Seguía pensando en ella; no podía sacarme su imagen de la mente.

Ya era de noche cuando regresé a mi casa, después de una jornada bastante ocupada. Tenía un gran cansancio encima y el sueño acumulado de dos días de vigilia. Me merecía un buen descanso. Cené algo ligero mientras veía una película en la televisión. Necesitaba distraerme un poco de lo que había sucedido la noche anterior, pero me resultó imposible. Era inevitable recordarla después de todo lo que me había contado, y más aún, después de lo que vi. Su voz quebrada seguía retumbando en mis oídos, reverberando tantas cosas grises, tantas decepciones. Había en mí una cierta inquietud que no me dejaba en paz. ¿Pero por qué motivo, si ya yo sabía que estaba tranquila y a salvo de sí misma? La verdad era que me estaba preocupando por nada. Ella me había dicho que iba a resolver su situación, y se merecía al menos un voto de confianza de mi parte. Sin duda mis temores eran infundados. El reflexionar sobre esto me tranquilizó, pero no impidió que siguiera pensando en ella. ¿Qué estaría haciendo en ese momento? ¿Cómo se sentiría? Decidí llamarla al día siguiente para saber cómo estaba. Después de todo, ya la conocía lo suficiente como para mantenernos en contacto, y quién sabe, tal vez hasta podríamos desarrollar una amistad más adelante.

A la mañana siguiente me levanté y me fui a trabajar como siempre. Compré el periódico en el puesto de revistas que está al lado de la parada del autobús, y de pronto la vi. Su fotografía estaba en la última página, con los titulares: “MUJER NO IDENTIFICADA SE LANZA DE PUENTE Y MUERE AHOGADA”... “El hecho se registró aproximadamente a las 11:00 A.M. del día de ayer”... “Varios testigos vieron a la mujer en la mañana de ayer paseando sola a orillas del río”... “El cadáver no llevaba ningún tipo de identificación”... “Se desconocen las causas que originaron el hecho”... “La policía agradece cualquier información que sirva para establecer la identidad de la víctima”...

“¡Dios mío!” —pensé— “¿Por qué lo habrá hecho, si parecía que ya estaba bien?” Pero luego comprendí que fue su manera de tener éxito en la única tarea de su vida que, a pesar de haber resultado frustrada como todas las demás, aún podía salvar del fracaso total: su suicidio.

Lo lamenté profundamente. Fui a la policía y les dije de quién se trataba. Sólo espero que su familia se haga cargo de ella una vez más.



©2007 PSR

miércoles, 15 de julio de 2009

2045

En la orilla norte del río Guaire hay una anciana que invoca a los espíritus. Vive no muy lejos del nuevo parque residencial de buses habitacionales, en una casa de friso blanco y techo de tejas rojas.

La mujer hace aparecer a los difuntos en la pantalla de un antiguo televisor de tubos catódicos; una especie de bola mágica encerrada en un vejestorio de finales del siglo pasado. Se trata de un clásico Sony de 23 pulgadas con mando a control remoto. ¡Cómo me divertí viendo películas en uno de esos cuando era niño!

Qué tiempos aquellos, cuando teníamos todo y no lo sabíamos. En cambio ahora, cincuenta años más tarde y viviendo en un mundo privado de electricidad, los chicos no sabrían qué hacer con un televisor como ése, sino desarmarlo y usar sus partes para construir aparatos mecánicos, o hasta para hacer esculturas. ¡Qué diferencia con la infancia de mi generación! Muchísimos de nuestros juguetes y aparatos de uso diario funcionaban con baterías o electricidad: autos, computadoras, teléfonos, cámaras, aparatos de música, artefactos del hogar. Las cosas divertidas o importantes andaban con corriente. En mi época todo dependía de la energía eléctrica y todo giraba alrededor de ella; la economía, la política, los empleos. Quien poseía la energía, tenía algo que decir. Ahora es distinto. El meteorito aquel del 2025 desvió para siempre el curso de la humanidad, regresándola de golpe a una vida artesanal y rudimentaria, después de haber experimentado adelantos técnicos casi inimaginables para el hombre. Me resulta un tanto irónico que ahora, en pleno 2045, nos encontremos en medio de este renacimiento que nos impuso el destino. Al menos las artes y las humanidades están cobrando nueva fuerza, a raíz del descubrimiento obligado del espíritu dormido. Religión, ciencias ocultas, metafísica; todo está avanzando a pasos agigantados. El mundo entró en una nueva etapa mística, y la mística se fue colando poco a poco en la gran mayoría de la gente.

Muchas personas le han pedido ayuda a la anciana del Guaire para establecer contacto con seres queridos que ya no están entre nosotros. Dicen que es capaz de invocar cualquier espíritu y que además les habla con confianza, como una amiga. Hace poco fui a ver a la anciana también. Quería comunicarme con mi esposa, que se había quitado la vida dos años antes, víctima de depresiones. Aunque no estaba totalmente seguro de que la anciana me pudiera ayudar, decidí intentarlo. Necesitaba saber que Isabel estaba bien; le quería decir que la seguía amando y que la recordaba todos los días.

Llegué en mi vieja bicicleta bajo el abrasador sol del mediodía. Mi ropa está totalmente embebida en sudor; algo a lo que aún no me termino de acostumbrar, pero con lo que he tenido que vivir forzosamente por falta de aire acondicionado. Me seco y me pongo otra camisa para estar más presentable.

La casa está huérfana en un camino de tierra cercano a la orilla del río. Sólo la acompañan las ruinas desmembradas de una vieja torre eléctrica. Se nota que fue construida hace muchísimo tiempo, pero nadie sabe con certeza cuándo. Toda esa zona solía estar prácticamente deshabitada hasta hace poco, pero ahora el gobierno local decidió llevar cincuenta módulos de buses-casas refaccionados para crear un elegante complejo vacacional en las cercanías.

Aunque no está en su mejor momento, la casa me recuerda aquellas sobrias construcciones coloniales del siglo diecinueve, con sus paredes blancas y los techos rojos a dos aguas, altos y elegantes. Sus ventanas largas, adornadas con rejas de hierro forjado, dan a un pasillo abierto y techado que corre alrededor de la casa, regalándole frescura al interior. Parecería la casa grande de alguna hacienda que no pudo sobrevivir a la industrialización, o tal vez a la globalización; quién sabe.

Me acerco titubeante al porche. La pesada puerta de madera está entreabierta. Llamo y escucho una voz en la lejanía que me dice que entre. Muevo un poco la puerta para pasar. La diferencia de luz me ciega por un instante. Mis ojos se van acostumbrando poco a poco, hasta que logro ver los pesados muebles distribuidos por el salón. La luz del sol entra por las ventanas que dan al patio interno, iluminando el interior a través de ligeras cortinas de encaje color crema. Un mantel desteñido por los años cubre la mesa del comedor, y en la vitrina las copas lucen opacas y la platería manchada. Los cojines de terciopelo de los sillones se ven gastados. Todo está en ese orden particular que tienen las casas abandonadas hace mucho tiempo. Parece que no hubiera nadie, y sin embargo sé que la anciana vive aquí. Además, me dijo que entrara, ¿pero dónde estará?

Avanzo hacia la siguiente sala buscando la voz que me dio paso. De pronto la escucho detrás de mí. Me presento y me disculpo por irrumpir en la tranquilidad de su casa. Ella me mira serena y dice que no me preocupe.

Es una mujer de aspecto agradable y sencillo. Lleva puesta una bata blanca con estampado de florecitas. Su contextura es delgada, de baja estatura y tez morena. Tiene el cabello gris, recogido justo detrás de las orejas, en un moño que asemeja una cebolla. Me mira a través de sus lentes con unos ojos grandes y negros, muy expresivos, al igual que las líneas que definen su rostro. Tendrá unos setenta años, pero se conserva muy bien. ¿Será que esta anciana vive sola en una casa tan grande?

La anciana comenta que me parezco a su hijo, que debe tener más o menos mi edad. Le pregunto si vive con él y dice que no. Se fue de la casa hace veinte años, justo después del meteorito. Me cuenta que lleva tiempo esperando que su hijo venga a verla. Lo extraña mucho, pero él no la visita nunca. Pensé en mi madre, ¡cómo me gustaría poder visitarla! Pero ella también había abandonado este mundo, igual que Isabel. Se me ocurrió que si todo salía bien hoy, tal vez podría pedirle ayuda a esta mujer para comunicarme con mi madre en otra oportunidad.

Pasamos a la pequeña sala donde está el televisor. Preguntó si había traído algún objeto de Isabel para establecer el contacto, y yo le di un pañuelo bordado que ella siempre llevaba consigo. La mujer tomó el pañuelo en una mano y posó la otra sobre el televisor durante unos minutos, cerrando los ojos mientras decía: “Isabel, Isabel… Querida Isabel, ¿estás ahí? Nicolás te vino a visitar”.

De pronto comenzaron a verse unos destellos brillantes en la negra pantalla del televisor. Una voz conocida salía de los altavoces. Era Isabel que me hablaba, a la vez que los destellos vibraban y cambiaban de color. Se le oía tranquila, apacible. La nostalgia me estremeció. Le dije que la amaba y que siempre pensaba en ella. Ella lo sabía. Siempre lo había sabido, pero a mí me gustaba decírselo. Era como un juego; repetíamos el mismo diálogo una y otra vez, hasta que uno de los dos se daba por vencido. Hoy la dejé ganar a ella. Una emoción inmensa invadió mi pecho cuando dijo que ella también me seguía queriendo. Las lágrimas se derramaron mudas por mis mejillas y al rato me despedí de ella, dejándola regresar a su nuevo sitio.

Le agradecí a la anciana desde el fondo de mi corazón. Camino a la puerta, le pregunté qué le podía dar a cambio por tan inmenso favor. Se limitó a decirme que no podía hacer nada con los bienes materiales, y que lo único que ella deseaba era que su hijo la viniera a visitar. Cómo me hubiera gustado ayudarla con eso; pero nunca me dijo su nombre ni dónde lo podía encontrar.

En el camino de regreso vi a un grupo de personas que se dirigían a la casa de la anciana. Es verdad que la mujer es famosa, pero lo que más me impresionó fue su gran generosidad.

Tres semanas después se cumplían cinco años de la muerte de mi madre y decidí ir a la casa de la anciana, a ver si podía ponerme en contacto con ella. De nuevo me recibió con mucha amabilidad y pasamos a la salita del televisor. Estaba a punto de darle el rosario de mi madre para que la invocara, cuando escuché a alguien entrar en la casa. La mujer dio un salto y exclamó: “¡Mi hijo! ¡Al fin vino!”. Volteé la cabeza en dirección a la puerta, y vi venir a un hombre corpulento de unos sesenta años que compartía las facciones de la anciana. Parecía no entender qué hacía yo allí, sentado frente al televisor con un rosario en la mano. Me preguntó quién era y por qué había entrado en su casa. Intenté explicarle que su madre había sido tan amable de ayudarme unas semanas atrás con el asunto de mi esposa, y que ahora me estaba ayudando a ponerme en contacto con mi propia madre. El hombre me miraba perplejo e insistía en que yo había entrado sin permiso en una propiedad privada, a lo que le contesté que su madre me había dejado entrar, igual que a tantas otras personas que venían a pedirle ayuda todo el tiempo.

“¡¿Pero de qué cuernos me habla usted?! ¡Esta casa ha estado cerrada desde hace veinte años! ¡Aquí no vive nadie!” gritó, mientras buscaba algo en una gaveta del recibidor. Sacó una foto a blanco y negro de una tumba en la que se leía claramente: Idalisa Vegas, 1955-2025. “¡Mi madre murió hace veinte años. Se electrocutó durante el choque del meteorito, mientras buscaba el canal de las noticias en la televisión! ¡Ahora lárguese de aquí!”.

Furioso, se dirigió hacia la puerta, donde su madre lo esperaba con los brazos abiertos, y pasó a través de la anciana que se quedó inmóvil, llorando el llanto quedo de los que se han tenido que conformar.


© 2007 PSR

 
** "2045" obtuvo el Tercer Premio en el 16 Concurso Literario del Instituto de Cultura Peruana en Miami, Estados Unidos, en 2007. 

"2045" aparece en la antología Yara y otras historias de Patricia Schaefer Röder 
Ediciones Scriba NYC 
ISBN 978-0-9845727-0-0