Son infinitas. Nacen, se transforman, evolucionan, decaen, crecen, se mueven, se pelean, se aceptan, se imponen… Son señales que utilizamos para comunicarnos con los demás; las piezas fundamentales del lenguaje verbal que representan nuestras ideas: son las palabras.
Las palabras son el vehículo por el cual los recuerdos perduran, transmitiéndose de generación en generación. Son maravillosas; moldeables, ágiles, dinámicas, se ajustan a lo que deseamos transmitir. Son bellas; tienen una armonía y ritmo propios que las hacen flotar inmersas en una música perenne. Son versátiles; sirven para absolutamente todo, y cumplen sus funciones a la perfección. Son un instrumento contundente que posee toda la fuerza y la precisión que se le quiera dar, de la manera exacta que se desee hacerlo. Por eso hay que aprender a usarlas, para aprovechar todo el potencial y el esplendor que encierran.
No trato aquí de quitarle mérito a las acciones o a los hechos, ni tampoco al valor del silencio. Hay momentos en que las palabras no tienen cabida, unas veces porque no se necesitan, y otras porque no se desean. Es cierto, una imagen puede decir más que mil palabras y un hecho puede contarnos más que toda una enciclopedia, pero en general, el uso de las palabras nos ayuda a razonar, a comprender y a explicar las cosas que suceden a nuestro alrededor.
Las palabras no son buenas ni malas, su significado varía según el contexto en que se encuentren y la intención con que se expresen. No existen palabras prohibidas, lo que hay son conceptos que nos perturban. El mejor o peor significado que pueda tener una palabra viene solo por la idea que nos hayamos acostumbrado a asociarle. Las palabras se inventan para expresar cuanto pensamos, sentimos, deseamos, soñamos. Tan solo están allí, neutras, esperando que las usemos. De nosotros depende lo que hagamos con ellas.
Por eso no concibo las guerras. Estoy convencida de que cualquier conflicto debe poder solucionarse por la vía diplomática; para eso están los embajadores, a quienes por cierto se les paga muy bien. Automáticamente recuerdo aquel dicho popular que nos enseña que “hablando se entiende la gente”. Si el ser humano fuese de verdad tan civilizado como alardea —o como pretende convencerse a sí mismo de serlo, desarrollando las ciencias y las tecnologías al límite—, no habría necesidad alguna de que los pueblos se enfrentaran entre sí, ya que utilizarían el mejor recurso que nos diferencia de los animales: la palabra.
Mi trabajo me exige estar en contacto constante con las palabras. Como traductora y editora manejo las palabras de los demás, ayudando a darles el sentido que cada autor les quiera dar. Pero a pesar de que es mi oficio y debo ocuparme de ellas de manera profesional, no me canso de admirarlas. Me atraen con una fuerza increíble, sé que estoy enganchada sin remedio alguno y disfruto este idilio de la forma más intensa.
Una de mis grandes pasiones es jugar con mis propias palabras. Puede hacerse todo con ellas; crear y destruir, propagar amor y sembrar odio, elevar y deprimir, cultivar sueños o romperlos, aclarar, confundir, contar algo y desmentir otro tanto, decir la verdad y engañar, manipular… Las palabras son sumamente importantes; de su mano podemos ir camino a la cordura o perdernos en los laberintos de la insensatez. Pueden darnos seguridad, pero también pueden ser muy peligrosas. Podemos usarlas para defendernos, pueden sanar nuestro cuerpo y nuestra alma devolviéndonos la vida o la libertad, y por otro lado pueden recluirnos o herirnos de muerte. Son un escudo y un arma a la vez; son extremadamente poderosas.
Amo las palabras y el poder ilimitado que tienen. Con las palabras adecuadas podemos abrirnos, contar nuestra verdad y decirlo todo, llegando adonde queremos… o no decir nada y dar mil vueltas en círculos.
Cada palabra tiene una fonética precisa que la hace especial. Me gusta mucho lo que siento con las letras m, n, s, r, d, l, y sobre todo con la ñ. Me seduce la melodía de las palabras. Las diferentes combinaciones de sonidos las convierten en acordes impecables de notas puras en tiempos perfectos. Las palabras adecuadas susurradas al oído me estremecen hasta el tuétano. Así, coincido por completo con Isabel Allende cuando dice que el verdadero punto G está en el oído.
Las palabras escritas tienen una belleza estética única, sobre todo cuando leemos algo escrito en letra cursiva. Tienen una impecable armonía áurea y sin embargo están llenas de carácter, personalidad y esa magia que hace que nos imaginemos su timbre inigualable, su voz propia. ¡Qué delicia leer ciertas palabras que van raudas como flechas, directo al alma! Sí, en mi caso estoy convencida de que también tengo una extensión del punto aquel en la vista…
Más que fascinada, me siento unida irremediable y divinamente a las palabras. Sin embargo, en los últimos tiempos y en contra de mi voluntad, las palabras se me están escondiendo. De pronto se desvanecen en el aire, no las puedo atajar cuando se desprenden de las ideas, liberándose violentas, perdiéndose rumbo a otros horizontes. Las busco sin éxito debajo de las pilas de sueños amontonados, empolvados, amarillentos del sol que entra por mis pupilas. Sobre todo las primeras palabras, las más evidentes, se están volviendo tan escurridizas como una serpiente marina.
Espero encontrar pronto el hilo perdido de las palabras para poder respirar de nuevo en paz. Lo admito, estoy profundamente enamorada de ellas. ¿La palabra que más me gusta? Pasión.
© 2011 PSR
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miércoles, 23 de febrero de 2011
PALABRAS... EN TODOS LOS IDIOMAS
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miércoles, 14 de abril de 2010
INTERCAMBIO
Una jovencita venezolana se fue a Europa por unos meses en un intercambio estudiantil. Los jóvenes viajeros, que visitan otro país durante un tiempo algo más prolongado del que se suele dedicar a un simple viaje turístico, se convierten en embajadores de sus culturas y tradiciones en otras tierras que los reciben y, a su vez, amplían sus horizontes conociendo nuevos puntos de vista, valores y maneras de vivir. Todo esto contribuye al aumento de la tolerancia entre los pueblos: resulta más fácil comprender lo que se conoce, lo que se ha vivido. La experiencia propia en el aprendizaje vale más que todas las teorías del mundo.
Una jovencita venezolana se fue a Europa por unos meses en un intercambio estudiantil, emocionada porque iba a conocer gente diferente, lugares distintos, costumbres particulares que no guardan relación con las que ella practica. Estaba contenta de tener la oportunidad de enseñarles a los europeos algo de su cultura y su idiosincrasia. Sabía que aquel intercambio sólo podía ser positivo para ambas partes.
Una jovencita venezolana se fue a Europa por unos meses en un intercambio estudiantil con el alma llena de flores. Llegó allá entusiasmada, maravillándose por todo lo que descubría distinto de cualquier experiencia que ella trajera consigo y, al mismo tiempo, comentando las diferencias, grandes y pequeñas, con la patria que ella amaba tanto y de la que se sentía tan orgullosa.
Una jovencita venezolana se fue a Europa por unos meses en un intercambio estudiantil a vivir con una familia europea promedio. No pasaron muchos días y la muchacha se empezó a percatar de que las diferencias no eran sólo culturales; la manera de vivir la vida allá era otra. Aunque le encantaba todo lo que veía, extrañaba a su familia y los llamaba por teléfono, contándoles asombrada de aquel mundo paralelo que tenía la suerte de explorar.
Una jovencita venezolana se fue a Europa por unos meses en un intercambio estudiantil y comenzó a vivir la vida normal de una familia europea promedio. Poco a poco se fue acostumbrando a la realidad cotidiana de aquella familia en una ciudad europea y se dio cuenta de que, en el fondo, todo lo que a ella le maravillaba tanto, era tan sólo la manera más natural de vivir la vida, no únicamente en Europa, sino en cualquier lugar del mundo. No hacía falta racionar la electricidad ni el agua porque las industrias, la infraestructura y los equipos correspondientes estaban a cargo de personas responsables que se ocupaban de su debido mantenimiento, además de que la gente había sido educada desde siempre para amar la naturaleza y no despilfarrar los recursos naturales.
Una jovencita venezolana se fue a Europa por unos meses en un intercambio estudiantil y fue cayendo en cuenta de que la calidad de vida normal de aquella familia promedio en esa ciudad europea estaba muy por encima de lo que ella había vivido siempre en su querida patria. De pronto se sintió segura caminando por las calles a cualquier hora del día, sin la paranoia de que le fueran a arrancar la cadenita, los zarcillos o el reloj. Le comenzó a parecer obvio que podía regresar de noche sola a casa sin temer ser asaltada o violada. Ya no se asombraba de que los servicios públicos funcionaran bien, esa era la manera en que debía ser y no otra. Cuando visitó a su profesora que acababa de tener a su bebé en el hospital público, pensó que se trataba de una clínica privada, pero no le costó entender que en otros países se le da prioridad a la salud.
Una jovencita venezolana se fue a Europa por unos meses en un intercambio estudiantil con una familia promedio tomando clases en una escuela pública a la que asistían todos los muchachos del vecindario, excelentemente dotada de recursos y donde recibían la mejor educación en un ambiente positivo y agradable. Todos los días iba y regresaba de la escuela en bicicleta por calles limpias y sin huecos, sin temer ser atropellada por algún conductor que no respetara una luz roja o que manejara contra el tránsito. Al cabo de muy poco tiempo esto también le pareció natural.
Una jovencita venezolana se fue a Europa por unos meses en un intercambio estudiantil y le gustó mucho vivir la vida normal de una familia europea promedio. Se dio cuenta de que nadie le preguntaba sobre su postura política y que a nadie le interesaba cuánto dinero ganaban sus padres ni dónde vivían. Más bien querían saber qué tenía pensado hacer en el futuro, cuáles eran sus metas y sus ideales. Se percató de que la gente allá tenía tiempo para ocuparse del ambiente, la política, la ciencia y el arte, todo de manera seria, pero sin llegar a insultarse ni agredirse. Pagaban sus impuestos, trabajaban para su comunidad y hacían labores sociales por los menos afortunados. Y nadie se debía vestir de un color u otro para ello.
Una jovencita venezolana se fue a Europa por unos meses en un intercambio estudiantil y aprendió muy rápido a vivir la vida normal de una familia europea promedio. Tenía acceso a todos los medios de comunicación y libertad para ver, escuchar o leer lo que quisiera. En la televisión nunca se encontró con programas interminables donde alguien hablara durante horas solamente por el placer de escucharse a sí mismo, interrumpiendo de manera sistemática la programación de todos los canales de señal abierta. De inmediato sintió el trato respetuoso con que los políticos se dirigían a la gente y se relacionaban entre ellos, concientes de que son ellos quienes sirven al pueblo y no al revés.
Una jovencita venezolana se fue a Europa por unos meses en un intercambio estudiantil y disfrutó naturalmente aquella vida normal de una familia europea promedio, ayudando en casa en las labores del hogar. Cuando debía ir al supermercado, llevaba bolsos de tela para evitar usar bolsas plásticas que contaminaran el ambiente. Encontraba los anaqueles llenos de mercancía de toda clase; nunca faltaba nada, mucho menos los alimentos básicos. Por supuesto, eso le pareció lógico, como debe ser. También fue normal que nadie le preguntara su nombre, dirección y número de cédula de identidad a la hora de pagar por lo que compraba. Luego aprendió a reciclar para conservar el mundo en que vivimos todos, no sólo ella y su familia, y esto también era algo completamente natural.
Una jovencita venezolana se fue a Europa por unos meses en un intercambio estudiantil y se dio cuenta de que prácticamente todos los padres de sus compañeros de clase tenían empleo y que muchos de sus amigos y amigas trabajaban durante el verano para ganarse un dinerito extra. La ciudad tenía una economía sana que contaba con producción propia e inversiones en industrias y servicios, haciéndola sustentable e independiente.
Una jovencita venezolana se fue a Europa por unos meses en un intercambio estudiantil y aprovechó al máximo vivir la vida natural de una familia europea promedio. Un día llamó a sus padres y les preguntó qué hacían ellos en un país donde la vida diaria no era normal: “Por qué cuesta tanto trabajo intentar vivir bien y de manera decente allá?”, dijo. “No es normal pasarse la vida atormentados, con miedo, insultados, en una constante penuria, teniendo que luchar a brazo partido por hacer respetar nuestros derechos y por exigir cualquier cosa que debería estar a disposición a través de los impuestos que se pagan. No, eso no es normal”.
Una jovencita venezolana se fue a Europa por unos meses en un intercambio estudiantil y durante ese tiempo logró vivir, por primera vez, la vida normal de una familia promedio en cualquier lugar del resto del mundo civilizado. Abrió los ojos y el alma a lo que realmente era una vida normal, y a pesar de que en el fondo no quería regresar, tuvo que hacerlo. Aprendió una gran lección que recordaría el resto de su vida. Por su parte, el intercambio estudiantil fue todo un éxito.
Una jovencita venezolana se fue a Europa por unos meses en un intercambio estudiantil. ¿Y qué pasó con el estudiante europeo que iría a Venezuela a cambio de ella? Pues nunca fue, porque aquel país suspendió esa parte del programa debido al problema de la inseguridad...
©2008 PSR
©2010 PSR
Una jovencita venezolana se fue a Europa por unos meses en un intercambio estudiantil, emocionada porque iba a conocer gente diferente, lugares distintos, costumbres particulares que no guardan relación con las que ella practica. Estaba contenta de tener la oportunidad de enseñarles a los europeos algo de su cultura y su idiosincrasia. Sabía que aquel intercambio sólo podía ser positivo para ambas partes.
Una jovencita venezolana se fue a Europa por unos meses en un intercambio estudiantil con el alma llena de flores. Llegó allá entusiasmada, maravillándose por todo lo que descubría distinto de cualquier experiencia que ella trajera consigo y, al mismo tiempo, comentando las diferencias, grandes y pequeñas, con la patria que ella amaba tanto y de la que se sentía tan orgullosa.
Una jovencita venezolana se fue a Europa por unos meses en un intercambio estudiantil a vivir con una familia europea promedio. No pasaron muchos días y la muchacha se empezó a percatar de que las diferencias no eran sólo culturales; la manera de vivir la vida allá era otra. Aunque le encantaba todo lo que veía, extrañaba a su familia y los llamaba por teléfono, contándoles asombrada de aquel mundo paralelo que tenía la suerte de explorar.
Una jovencita venezolana se fue a Europa por unos meses en un intercambio estudiantil y comenzó a vivir la vida normal de una familia europea promedio. Poco a poco se fue acostumbrando a la realidad cotidiana de aquella familia en una ciudad europea y se dio cuenta de que, en el fondo, todo lo que a ella le maravillaba tanto, era tan sólo la manera más natural de vivir la vida, no únicamente en Europa, sino en cualquier lugar del mundo. No hacía falta racionar la electricidad ni el agua porque las industrias, la infraestructura y los equipos correspondientes estaban a cargo de personas responsables que se ocupaban de su debido mantenimiento, además de que la gente había sido educada desde siempre para amar la naturaleza y no despilfarrar los recursos naturales.
Una jovencita venezolana se fue a Europa por unos meses en un intercambio estudiantil y fue cayendo en cuenta de que la calidad de vida normal de aquella familia promedio en esa ciudad europea estaba muy por encima de lo que ella había vivido siempre en su querida patria. De pronto se sintió segura caminando por las calles a cualquier hora del día, sin la paranoia de que le fueran a arrancar la cadenita, los zarcillos o el reloj. Le comenzó a parecer obvio que podía regresar de noche sola a casa sin temer ser asaltada o violada. Ya no se asombraba de que los servicios públicos funcionaran bien, esa era la manera en que debía ser y no otra. Cuando visitó a su profesora que acababa de tener a su bebé en el hospital público, pensó que se trataba de una clínica privada, pero no le costó entender que en otros países se le da prioridad a la salud.
Una jovencita venezolana se fue a Europa por unos meses en un intercambio estudiantil con una familia promedio tomando clases en una escuela pública a la que asistían todos los muchachos del vecindario, excelentemente dotada de recursos y donde recibían la mejor educación en un ambiente positivo y agradable. Todos los días iba y regresaba de la escuela en bicicleta por calles limpias y sin huecos, sin temer ser atropellada por algún conductor que no respetara una luz roja o que manejara contra el tránsito. Al cabo de muy poco tiempo esto también le pareció natural.
Una jovencita venezolana se fue a Europa por unos meses en un intercambio estudiantil y le gustó mucho vivir la vida normal de una familia europea promedio. Se dio cuenta de que nadie le preguntaba sobre su postura política y que a nadie le interesaba cuánto dinero ganaban sus padres ni dónde vivían. Más bien querían saber qué tenía pensado hacer en el futuro, cuáles eran sus metas y sus ideales. Se percató de que la gente allá tenía tiempo para ocuparse del ambiente, la política, la ciencia y el arte, todo de manera seria, pero sin llegar a insultarse ni agredirse. Pagaban sus impuestos, trabajaban para su comunidad y hacían labores sociales por los menos afortunados. Y nadie se debía vestir de un color u otro para ello.
Una jovencita venezolana se fue a Europa por unos meses en un intercambio estudiantil y aprendió muy rápido a vivir la vida normal de una familia europea promedio. Tenía acceso a todos los medios de comunicación y libertad para ver, escuchar o leer lo que quisiera. En la televisión nunca se encontró con programas interminables donde alguien hablara durante horas solamente por el placer de escucharse a sí mismo, interrumpiendo de manera sistemática la programación de todos los canales de señal abierta. De inmediato sintió el trato respetuoso con que los políticos se dirigían a la gente y se relacionaban entre ellos, concientes de que son ellos quienes sirven al pueblo y no al revés.
Una jovencita venezolana se fue a Europa por unos meses en un intercambio estudiantil y disfrutó naturalmente aquella vida normal de una familia europea promedio, ayudando en casa en las labores del hogar. Cuando debía ir al supermercado, llevaba bolsos de tela para evitar usar bolsas plásticas que contaminaran el ambiente. Encontraba los anaqueles llenos de mercancía de toda clase; nunca faltaba nada, mucho menos los alimentos básicos. Por supuesto, eso le pareció lógico, como debe ser. También fue normal que nadie le preguntara su nombre, dirección y número de cédula de identidad a la hora de pagar por lo que compraba. Luego aprendió a reciclar para conservar el mundo en que vivimos todos, no sólo ella y su familia, y esto también era algo completamente natural.
Una jovencita venezolana se fue a Europa por unos meses en un intercambio estudiantil y se dio cuenta de que prácticamente todos los padres de sus compañeros de clase tenían empleo y que muchos de sus amigos y amigas trabajaban durante el verano para ganarse un dinerito extra. La ciudad tenía una economía sana que contaba con producción propia e inversiones en industrias y servicios, haciéndola sustentable e independiente.
Una jovencita venezolana se fue a Europa por unos meses en un intercambio estudiantil y aprovechó al máximo vivir la vida natural de una familia europea promedio. Un día llamó a sus padres y les preguntó qué hacían ellos en un país donde la vida diaria no era normal: “Por qué cuesta tanto trabajo intentar vivir bien y de manera decente allá?”, dijo. “No es normal pasarse la vida atormentados, con miedo, insultados, en una constante penuria, teniendo que luchar a brazo partido por hacer respetar nuestros derechos y por exigir cualquier cosa que debería estar a disposición a través de los impuestos que se pagan. No, eso no es normal”.
Una jovencita venezolana se fue a Europa por unos meses en un intercambio estudiantil y durante ese tiempo logró vivir, por primera vez, la vida normal de una familia promedio en cualquier lugar del resto del mundo civilizado. Abrió los ojos y el alma a lo que realmente era una vida normal, y a pesar de que en el fondo no quería regresar, tuvo que hacerlo. Aprendió una gran lección que recordaría el resto de su vida. Por su parte, el intercambio estudiantil fue todo un éxito.
Una jovencita venezolana se fue a Europa por unos meses en un intercambio estudiantil. ¿Y qué pasó con el estudiante europeo que iría a Venezuela a cambio de ella? Pues nunca fue, porque aquel país suspendió esa parte del programa debido al problema de la inseguridad...
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