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…Veo los fuegos artificiales. Me
estremezco hasta el tuétano, se me revuelven las emociones y de pronto empiezo
a llorar. No puedo evitar maravillarme ante algo tan hermoso creado por la mano
humana. Pienso que si somos capaces de fabricarlo, si somos sensibles para
soñar, inventar y diseñar obras de arte tan sublimes, ¿por qué nos empeñamos en
destruir el mundo, en lugar de llenarlo de cosas bellas? Busco los barcos en la
oscura lejanía del río. Desde aquellas pequeñas plataformas espaciales
improvisadas despegan los cohetes que pintan de luz y color la bóveda tiznada.
Mis ojos me permiten colarme entre los cordones de seguridad y llegar al barco
que está más al norte. Como una temeraria acróbata de circo, me sujeto a un
cohete grande que está a punto de despegar. La mecha se va quemando y de pronto
subimos a una velocidad loca, hacia el lienzo plomizo donde sucede la
gigantesca función. Nos elevamos cada vez más y justamente antes de estallar en
todo su esplendor, suelto el vehículo que me liberó de la gravedad. Al fin
llegué. Me extasío viendo esas estrellas a mi alrededor que revientan rojas,
blancas, doradas, verdes y violetas, unas dentro de otras, algunas más que se
mueven en círculos, o que parecen reptar dibujando ondas en el espacio. Toda
esta fiesta hace bailar a mi espíritu como lo hizo aquella madrugada de abril,
nueve años atrás, cuando Rafael me besó por primera vez en esa divina salida de
campo de la universidad bajo el manto del cometa Halley. Tomo su mano. Me mira
y sonrío. Hoy soy yo quien lo besa desde el firmamento lleno de cometas fugaces
pero tan reales…