LIBROS POR PATRICIA SCHAEFER RÖDER

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miércoles, 25 de septiembre de 2013

AMAZONIA...


“…La luna llena ilumina la jungla con hilos plateados que se reflejan en el río y la laguna, a cuya orilla se encuentra el campamento. De pronto siento la atracción de la luna en el agua. Algo me llama con insistencia. Escucho el canto de las toninas y los manatíes que nadan en la claridad de la medianoche del día en que volví a nacer. Vuelvo a percibir el delicioso cosquilleo en la base de mi cabeza y sé que tengo que hacer algo. Me levanto de la hamaca sin pensar y me acerco a la orilla. Ahí está la luna, esperándome vibrante en el espejo metálico y oscuro del agua. Una brisa cálida acaricia mi rostro cuando levanto la mirada para verla de frente en el cielo. Hay una calma llena de voces que parecen decir mi nombre a gritos. Me desnudo en un acto de respeto a la naturaleza que me rodea y, solemne, dejo mis ropas en la playa. Ya no las necesito.

Entro lentamente en las tibias aguas del remanso que forma la laguna. No tengo ninguna prisa, soy dueña del tiempo. Deseo arroparme en su fluido dulce y peligroso mientras corre por la zona más antigua de la Tierra. Bebo el líquido del cual una vez bebieron mis antepasados hasta saciarse. Hoy es mi turno. Me sumerjo dejando que el agua penetre todos los pliegues de mi piel; extremidades, manos, pies, cuello, cabello. Al fin soy una con la naturaleza; la siento como parte de mí en un éxtasis total. Mi emoción se traduce en un placer infinito que no pienso dejar ir jamás.

Nado. Nado contra la corriente, haciendo fuerza para conquistar el río dueño de las aguas. Cuando me canso, me dejo llevar un trecho hacia atrás y vuelvo a emprender mi ascenso. Minuto a minuto me voy alejando de la orilla. Ningún ser humano me puede ver, y yo misma me siento parte del paisaje primitivo y embrujado. Nado más. Nado. Sigo nadando, pero el río gana. Abandono la lucha, dejando que el torrente me arrastre a su antojo. Las aguas me llevan hacia el fondo, donde no hay corriente alguna. Es el lugar de la paz. Instintivamente intento subir a la superficie para respirar y de nuevo me atrapan las aguas del rápido, que se ha vuelto más estrecho. Entre los remolinos logro tomar aire y moverme hacia un grupo de rocas que sobresalen del agua. Estoy a salvo.

Escucho algo que asemeja el canto de un manatí, pero es mucho más grave que el de esta tarde. Miro hacia la orilla y en medio del oscuro y brillante paisaje distingo la cabeza de un gran macho plateado que me observa con interés. Hacemos contacto con la mirada y me percato de que mi campo de visión se hace más amplio. Una vez más siento el hormigueo en la nuca y sé que debo continuar. A pesar de que la noche es cálida, un extraño frío recorre mi cuerpo. Me siento pesada sobre esta piedra; lo mejor es que regrese al agua…”. 
 
  
Fragmento de "Selva" ©2006 PSR 
"Selva" aparece en la antología Yara y otras historias, de Patricia Schaefer Röder.
Ediciones Scriba NYC 
ISBN 978-0-9845727-0-0

Twitter: @PatriciaSchaefR 
  

domingo, 18 de agosto de 2013

A B R Á Z A T E

(“U M A R M U N G siglema 575 en alemán por Patricia Schaefer Röder / adaptado al español por David Lethei)

Abrazo azul
el lazo ultraterreno
entre los dos.

Beben los hombres
el anhelo de hogar
tal como niños.

Reluce en el
abrazo de los cuerpos
la hermosa piel.

Ánimas de luz
los millones de seres
irremplazables.

Zarpan al viento
corazones libertos
laten calor.

A ti despido
ensoñando profundo
vivo tus ojos.

Tías, sobrinas
se entrelazan y ofrendan
labor de amor.

Eterno río
abrázate conmigo
tanto te extraño.


Publicado por David Lethei en:

“U M A R M U N G” fue publicado por primera vez en GOTAS DE SOL Y LUNA:


miércoles, 22 de mayo de 2013

SELECCIÓN NATURAL


Nacieron a la orilla de un pozo turbio del pantano, junto a tantos otros de la misma camada. El lugar era ideal; la gente del campo no pasaba por allí porque tenía mucho miedo. Entre el verde profundo de la maleza, madre y padre velaron el nido alto de palitos y hojas para garantizar que la mayoría de los huevos nacieran. Después, transportaban a las crías sobre la cabeza o en la boca, protegiéndolas de cuanto peligro posible hubiera, dejándolas crecer suficientemente robustas para sobrevivir solas. Pasaba el tiempo y los pequeños hocicos se hacían más alargados, llenándose de dientes grandes y afilados. Cada día se volvían más astutos, más feroces, más sanguinarios. Un día de invierno, en un recodo del oscuro caño, los jóvenes les tendieron una trampa mortal a los viejos. El plan salió perfecto; no durarían mucho. Y mientras la vida se encargaba de llevárselos, los traidores aprovecharon para alimentarse de sus despojos. Engulleron vísceras, ojos y músculos con el apetito más voraz. Luego se acostaron, panza arriba, en la playa que hicieron suya. Al fin se sabían los dueños de toda la cañada. Era una cuestión de simple selección natural. Teniendo el control absoluto, los demás quedarían sometidos por ellos, recibiendo las sobras de lo que fuera cayendo desde las partes más altas de aquella pirámide de poder. El poder. Cada uno creía que lo tenía, cada quien pensaba que lo merecía, cada cual lo ansiaba para sí, pero… ¿quién lo poseía en realidad? Todos ellos eran iguales; nacidos y criados en el mismo pozo. No había uno solo que tuviera indicios de crecimiento de cachos. Eran agresivos, sí, pero mediocres. Cuando se dieron cuenta de que ninguno era un macho alfa, se desató la locura en el fangal. Sin líder, de pronto sintieron que la charca era demasiado pequeña para tantos. Reinaba la paranoia; no confiaban ni en sus propias escamas. Entonces, presas del odio y el pánico, comenzaron a aniquilarse entre sí. La furia flotaba pesada sobre la superficie de la cañada. Los asaltos venían de todas partes; desde la orilla y desde lo hondo, con sol y en la penumbra. Fue un tiempo de terror e incertidumbre, donde lo único que quedaba era atacar primero. Agredir sin piedad. Así, uno a uno acabaron muriendo, víctimas de potentes mordidas y latigazos de cola. Entre bufidos y resoplidos, el caño adquirió un tono escarlata intenso. Por suerte, aquel infierno rojo no duró mucho. El último de ellos pereció víctima de una herida profunda y desgarrada que le había hecho su propio hermano de nidada en el potente cuello. Agonizando, miró alrededor contando sus congéneres descuartizados por la codicia. Dejó de respirar sin entender lo que había pasado. La era oscura de la cañada había acabado. Por fin se impuso la calma. Una tarde soleada, poco después de la matanza, un campesino que tomaba el atajo por el pantano, los encontró. El escenario hablaba por sí solo. Él sí comprendió lo que pasó. Feliz, llamó a sus compadres para que le ayudaran. No podían usar la carne porque se estaba descomponiendo, pero el campesino tuvo una idea mejor: con sus pieles fabricó zapatos para que la gente, ya sin miedo, los pisara desde adentro.


©2013 PSR


miércoles, 8 de septiembre de 2010

VIGILIA

La conocí una noche, cuando intentaba lanzarse a los rieles del metro. La detuve a tiempo, impidiéndole que se quitara la vida. No había más nadie en la estación, así que mi acción heroica pasó inadvertida, al igual que tantas otras...

Logré convencerla de abandonar la idea del suicidio al menos por esa noche, mientras habláramos. Sabía que con algo de tiempo podría ayudarla a vencer esa gran depresión que irradiaba.

Debía sacarla de la estación lo más rápido posible. Salimos a la calle y la llevé a un café cercano. Nos sentamos y pedí algo de tomar. En medio de su depresión seguía alterada. Le ofrecí un caramelo de los que suelo llevar siempre conmigo. Lo aceptó. En ese instante supe que estábamos avanzando, y que había posibilidades de lograr algo bueno después de todo.

Le hablé con suavidad y firmeza a la vez. Le dije que me disculpara porque, aunque sabía que en realidad no debería meterme en sus problemas, sentía una fuerte necesidad de hacerlo. Así que seguí hablándole durante un rato. Le conté acerca de mi vida, y me di cuenta de que mientras lo hacía, trataba con desesperación que la historia sonara más interesante. Tal vez lo hice para que no se aburriera. Además, corría el riesgo de deprimirme yo también, y eso era lo que ella menos necesitaba en aquel momento.

Cuando ya me estaba tomando confianza, comenzó a hacer comentarios cortos sobre lo que le contaba. Sus intervenciones se fueron volviendo cada vez más largas y completas, hasta que tomó las riendas de su propia historia y me llevó a conocerla a través de su relato.

Era un ser atormentado, como los hay tantos. El pertenecer al gran montón la agobiaba aún más. No soportaba la idea de ser parte del común denominador. Ni siquiera su tormento la hacía destacarse de entre el resto, simplemente porque en esta ciudad pululan las personas con problemas. Basta con mirar los rostros de la gente; sus expresiones son un reflejo de lo dura y difícil que resulta la supervivencia en un lugar tan inhóspito.

A pesar de tener una vida relativamente cómoda, estaba insatisfecha consigo misma. No tenía una razón real para vivir. Nunca tuvo que luchar por nada en la vida porque siempre le dieron todo. Tampoco sabía cómo alcanzar una meta, tal vez porque jamás llegó a tener ninguna por delante. Era una de esas personas a las que nunca se les permitió tomar decisiones; ni pequeñas, ni mucho menos grandes. Todo estuvo siempre pensado, organizado y arreglado para su comodidad. Siempre había alguien haciéndose cargo de ella. Y sin embargo, se sentía desamparada y sola.

No le gustaba el ambiente en el que le tocaba interaccionar. Más aún, lo detestaba. A veces demostraba su rebeldía vistiéndose extravagantemente y maquillándose como una difunta. Quería llamar la atención a como diera lugar. Con su aspecto personal pedía a gritos hacerse notar, aunque fuera sólo por las apariencias. Pero ni siquiera eso lograba. Después de observarla durante menos de medio minuto, la gente la ignoraba por completo. Era como si no existiera.

Sin embargo, y a pesar de una vida llena de fracasos, de vez en cuando, muy de vez en cuando —me confesó— creía percibir cómo su rostro se serenaba con la vaga idea de poder lograr algún día, quizás, un poco de felicidad. Pero lamentablemente, como ella misma admitía, el tema de la dicha en su vida era sólo una utopía; algo imposible que rayaba casi en lo absurdo. Era la personificación del tormento y la amargura en un cuerpo de mujer.

Pasaban las horas y los capítulos de su vida, y nuestra conversación no parecía tener intenciones de acabar en un buen tiempo. A medida que continuaba relatándome hechos aislados en forma anacrónica, crecía una especie de vago alivio en su voz. Estaba liberándose de una gran carga cuyo peso parecía no sólo cansarla, sino más bien abrumarla mortalmente. De cierta manera me tranquilizaba, porque nos estábamos comenzando a entender. O al menos —y lo que era más importante— yo la estaba empezando a comprender mejor a ella.

Era ya muy tarde cuando le propuse caminar en dirección a su casa. El café había cerrado un par de horas antes; afuera sólo quedaban las mesas desiertas. La ciudad estaba durmiendo el sueño cansado de mediados de semana. Los anuncios publicitarios llevaban ya varias horas apagados, los edificios parecían deshabitados, las calles tenían el mismo aire de desolación que tenían sus ojos cuando le impedí que cometiera lo que para mí era una locura, pero que para ella fue sólo otro fracaso más que agregaría a su interminable lista.

Mientras caminábamos a través de la noche me di cuenta de que, al fin y al cabo, estaba dando el paseo que tenía planeado cuando salí de mi casa tantas horas antes. Sólo que todo había dado un giro inesperado y ahora iba en compañía de esta mujer que, a pesar de ser una total desconocida, dependía de mí. Y por supuesto, no le podía fallar.

Había una extraña armonía en el ambiente. Era una noche tranquila que exhibía un cielo increíblemente despejado en el que las estrellas contrastaban más resplandecientes que nunca sobre la negra inmensidad. No hacía frío; más bien era una noche cálida, con una agradable brisa que parecía tener el poder de llevarse los problemas y las preocupaciones a otra parte. “Definitivamente” —pensé— “ésta no es una noche como para morir”. Así que me propuse asegurarme de que desechara por completo la idea del suicidio.

Vivía en un vecindario elegante; no porque tuviese los medios para ello, sino más bien porque su familia la mantenía. Para ella sería imposible vivir en otro lugar, y para su familia sería tan bochornoso, que tampoco la dejarían. Pero en el fondo, ella sabía que al fin y al cabo ni siquiera le correspondía estar donde estaba. No sabía ganarse la vida. Conocía y justificaba sus limitaciones, que eran todas las que puede tener un ser humano. Se aferraba a su colección de sueños castrados y comprendía que mientras siguiera viviendo de la caridad y la lástima de los demás —en especial de su propia familia— le sería imposible respetarse a sí misma, y mucho menos hacerse respetar por nadie. Sin embargo, aún en los ratos de lucidez en los que se percataba de todo eso, no encontraba el camino para tomar la decisión de rebelarse contra su destino y sacudirse el peso aplastante de la vida fútil que llevaba.

A medida que nos acercábamos a su casa, pasando por calles y avenidas pobremente iluminadas, percibía un aumento en su angustia. Cuando ya faltaba poco para llegar noté que su voz se quebraba y que su mirada se enturbiaba. Parecía como si se transformara en otra persona. Su cara tenía la misma expresión que me partió el alma cuando la vi en el metro. Todo el esfuerzo que había invertido en despejarle la mente y calmarla se iba por el caño.

Finalmente llegamos. Por fuera la casa se veía como cualquier otra. Al principio titubeó respecto a dejarme entrar, pero después de todo lo que me había confiado, no parecía haber ningún motivo por el cual no pudiera hacerlo. Al fin y al cabo, ¿qué podía haber allí que fuese tan diferente de lo que ya sabía?

Cuando abrió la puerta, comprendí de golpe todas las cosas que no había terminado de entender durante nuestra larga conversación. La casa parecía abandonada desde hacía siglos. No advertí la presencia de nadie más en ese momento. El lugar estaba cargado y era apabullante. Al entrar, sentí que pasaba a un mundo en el que los conceptos de tiempo, espacio, orden, sonido y luz estaban redefinidos de una manera aberrada, sin ningún parámetro ni patrón fijos. De todas partes llegaba el olor del polvo añejo que se fue acumulando durante décadas, mezclado con una fragancia de perfume importado y el olor de decenas de diferentes animales domésticos. Parecía el palacio de un noble ropavejero. No se podía caminar; más bien había que escalar por entre el inútil mobiliario arrumbado. Los pasillos estaban completamente invadidos de muebles, cuadros, cajas, ropa, libros, fotografías y toda clase de artefactos, entre ellos muchas antigüedades y algunas cosas de valor. No se podían ver las paredes, y a veces ni siquiera era posible entrar a las habitaciones debido a la gran montaña de objetos que bloqueaban las puertas. Había una oscuridad casi total y un silencio denso que sólo se interrumpía de vez en cuando por el ruido de alguno de los animales. Era una cueva fantasmagórica aquella casa en la que vivía, llena de recuerdos amontonados de un pasado opaco y triste.

De pronto sentí que una tristeza enorme me invadía. Dondequiera que miraba sólo veía ideas abortadas, proyectos inconclusos, espejismos de deseos insatisfechos, metas no llevadas a cabo. Frustración. Eso era lo que se respiraba en esa casa. La impotencia flotaba en el ambiente, llenando todos los rincones y dejando su huella en aquella mujer que trataba de habitar el lugar. Pero lo más terrible era saber que lo que impregnaba a la casa de todo ese carácter fúnebre lo emitía ella misma. Era un sistema cerrado que se retroalimentaba, potenciándose cada vez más.

Ella se fue apagando mientras estuvimos en su casa. No la podía dejar en ese estado; sería peligroso. Era imposible abandonarla a su suerte en ese sitio que le hacía tanto daño, así que busqué una excusa para llevármela de allí. Nunca supe con certeza por qué me sentía tan responsable de ella; tal vez era porque unas cuantas horas antes le había salvado la vida, pero hasta el día de hoy no lo sé.

Después de haber hablado sobre tantas cosas, me puse a pensar qué le podría parecer suficientemente interesante para que quisiera acompañarme a otra parte. Tenía que ser un lugar que yo considerara más seguro que ese sitio que sólo evocaba el gran desastre que siempre fue su vida. Me vino a la mente la colección de plumas fuente que tengo en casa, y le propuse que podía enseñársela en ese mismo instante, mientras tomáramos algo que nos relajara. Cuando accedió, le pedí que no llevara nada. Los objetos nos traen a la memoria situaciones, personas y hasta otros objetos. A veces lo más sano es deshacerse de las cosas que nos traen recuerdos penosos. En este caso preferí que dejara todos los objetos personales en su casa, encerrados bajo llave. Al fin y al cabo, mientras estuviera conmigo no necesitaría nada.

Comencé a sentirme mejor en el mismo instante en que salí de esa catacumba. Nos dirigimos a mi casa por la vía más corta posible. Durante el trayecto me contó acerca de su matrimonio, que había sido arreglado desde que era casi una niña. Era natural que estuviera destinado al fracaso, ya que al hombre que fue su esposo, nunca le había pasado por la mente ni la más remota idea de casarse con ella. Y sin embargo fue obligado a hacerlo. Después de cinco años y tres niños, la abandonó y nunca quiso saber más nada de ellos.

Lo primero que hice al llegar fue encender todas las luces. Quería que mi casa le transmitiera algo opuesto a lo que transmitía la suya. Preparé té y le mostré mi apartamento. Quedó impresionada por lo que ella consideraba “orden”, pero que para mí no era más que el mantenimiento promedio que puede tener cualquier vivienda. Se veía más serena, lo que me tranquilizaba. Parecía muy interesada en las plumas fuente que le enseñaba. Habló de que le hubiese gustado ser escritora, pero nunca tuvo la oportunidad ni el valor de intentarlo. Otra derrota para su lista.

Aposté todo a los efectos relajantes del té que había escogido para ella. Encontré unas galletas dulces en la alacena y esperaba que el azúcar también hiciera su parte en tranquilizar a esa pobre mujer. Seguía relatándome partes de su vida y yo escuchaba atentamente, mientras pasaban las horas, las tazas de té y las galletas.

Ya casi al amanecer me confesó con dolor que también había fallado rotundamente como madre, pero no quiso entrar en detalles. La traté de consolar diciéndole que yo pensaba que esa debía ser una de las tareas más difíciles en el mundo, pero no me hizo mucho caso. Sólo me dijo que arruinó por completo las vidas de sus hijos, y que no sabía cómo reparar el daño que les había hecho. Le pregunté por sus paraderos, y me contestó que vivían con ella en esa casa. Preferí dejarlo así.

Amaneció al fin y seguíamos hablando en mi cocina. Ella continuaba liberándose de toda la carga de derrotas que acarreaba, y yo sentía que era mi deber ayudarla. En el fondo sabía que era una de las pocas personas que le prestaron algo de atención en toda su vida. Nuestra conversación había tenido efectos positivos en ella, y para ese momento la idea de suicidarse no rondaba más su cabeza. La pesadilla había llegado a su fin. Ya la noche se había ido y la luz del día le traería pensamientos más positivos. Así sucedía conmigo.

Desayunamos y me alisté para ir a trabajar. Ella estaba mucho más calmada y hasta algo contenta, cosa que me aliviaba. Mientras conversábamos noté un cierto aire de paz que se asomaba a su rostro. Había exorcizado la calamidad de su existencia y logramos pasar a otros temas.

Hablamos sobre arte durante algo más de media hora. Cuando llegó el momento de irnos le ofrecí llevarla a su casa, pero ella me aseguró que no era necesario. Quería dar un paseo para disfrutar del bello día que comenzaba. Luego iría a su casa a encargarse de sus hijos y de su vida. Quería poner orden, reparar su magullado espíritu, encontrar los fragmentos de anhelos dispersos en la madriguera que habitaba y soldarlos de nuevo para rescatar tanto como fuese posible. Prometió que comenzaría otra etapa, y yo asentí, apoyándola. Al fin la mujer tenía una meta en la vida, y esa meta era absolutamente superlativa. Mi esfuerzo no había sido en vano.

Salimos del edificio y caminamos un rato en la misma dirección, bordeando el río. Cuando llegó el momento de despedirnos me abrazó con fuerza y me dio las gracias por todo lo que había hecho por ella. También yo la abracé. Me puse a la orden y le dije que me llamara cuando quisiera, a lo que contestó con una sonrisa. La única sonrisa que llegué a ver en su rostro.

Ella continuó a lo largo del río y yo me desvié hacia una avenida cercana donde tomaría el autobús que me llevara al trabajo. La mañana estaba fresca y despejada, y la luz del sol se asomaba tímida a las calles. A pesar de la extraña noche que pasé, estaba feliz porque sabía que había logrado algo bueno. Me llenaba una satisfacción inmensa y no podía evitar sentir un cierto orgullo por lo que había hecho.

Durante todo el día estuve pensando en esa mujer. La imaginaba arreglando el chiquero en que vivía, animando a sus hijos y contándoles acerca del cambio que vendría en cuanto la casa estuviese lista. La imaginaba sonriente y al fin contenta, luchando por la gran empresa que tenía por delante.

Ese día trabajé con más ánimo que nunca. Me complacía ser una persona productiva en el trabajo y útil respecto al tema de ayudar a otros. Seguía pensando en ella; no podía sacarme su imagen de la mente.

Ya era de noche cuando regresé a mi casa, después de una jornada bastante ocupada. Tenía un gran cansancio encima y el sueño acumulado de dos días de vigilia. Me merecía un buen descanso. Cené algo ligero mientras veía una película en la televisión. Necesitaba distraerme un poco de lo que había sucedido la noche anterior, pero me resultó imposible. Era inevitable recordarla después de todo lo que me había contado, y más aún, después de lo que vi. Su voz quebrada seguía retumbando en mis oídos, reverberando tantas cosas grises, tantas decepciones. Había en mí una cierta inquietud que no me dejaba en paz. ¿Pero por qué motivo, si ya yo sabía que estaba tranquila y a salvo de sí misma? La verdad era que me estaba preocupando por nada. Ella me había dicho que iba a resolver su situación, y se merecía al menos un voto de confianza de mi parte. Sin duda mis temores eran infundados. El reflexionar sobre esto me tranquilizó, pero no impidió que siguiera pensando en ella. ¿Qué estaría haciendo en ese momento? ¿Cómo se sentiría? Decidí llamarla al día siguiente para saber cómo estaba. Después de todo, ya la conocía lo suficiente como para mantenernos en contacto, y quién sabe, tal vez hasta podríamos desarrollar una amistad más adelante.

A la mañana siguiente me levanté y me fui a trabajar como siempre. Compré el periódico en el puesto de revistas que está al lado de la parada del autobús, y de pronto la vi. Su fotografía estaba en la última página, con los titulares: “MUJER NO IDENTIFICADA SE LANZA DE PUENTE Y MUERE AHOGADA”... “El hecho se registró aproximadamente a las 11:00 A.M. del día de ayer”... “Varios testigos vieron a la mujer en la mañana de ayer paseando sola a orillas del río”... “El cadáver no llevaba ningún tipo de identificación”... “Se desconocen las causas que originaron el hecho”... “La policía agradece cualquier información que sirva para establecer la identidad de la víctima”...

“¡Dios mío!” —pensé— “¿Por qué lo habrá hecho, si parecía que ya estaba bien?” Pero luego comprendí que fue su manera de tener éxito en la única tarea de su vida que, a pesar de haber resultado frustrada como todas las demás, aún podía salvar del fracaso total: su suicidio.

Lo lamenté profundamente. Fui a la policía y les dije de quién se trataba. Sólo espero que su familia se haga cargo de ella una vez más.



©2007 PSR