El
payaso lloraba amargamente. No lloraba por el golpe que le acababa de propinar
su compañero, sino por la noticia que recibió antes de la función. El payaso
lloraba porque el dueño del circo lo había despedido, efectivo a partir del día
siguiente. Ya no tendría trabajo, ya no haría reír a los niños. Había sido
payaso toda su vida, desde los 14 años. No sabía hacer otra cosa sino el tonto
y el ridículo para que los demás gozaran burlándose de él. Era su vida hacer
reír a los otros y de pronto se vio sin nada. Mientras seguían en la última
función, el payaso se dejaba empujar, golpear, mojar y bromear por sus
compañeros mientras pensaba en algún trabajo que pudiera hacer a partir del
siguiente día. En medio de las risas del público caviló y caviló hasta que dio
con el empleo perfecto, donde usaría toda la experiencia acumulada a lo largo
de su carrera. Entonces, por la mañana fue al Congreso, presentó sus credenciales
y automáticamente lo emplearon como vocero del gobierno.
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