Despierto, y cada día arribo de nuevo. Mañana
tras mañana siento que llego a un lugar desconocido y maravilloso. Me levanto atenta
a mil oportunidades nuevas que se abren a quien tenga el deseo de
aprovecharlas. El olor a tierra húmeda me envuelve, despertando mis sentidos y
mis instintos. Desde temprano me dejo abrigar por el sol del Caribe, que lo
embellece todo con el brillo más refulgente. Las trinitarias y los guacamayos
se visten con alegres colores tropicales, rodeados de miles de verdes incandescentes,
destacando bajo el regio azul del cielo. Si alguna tormenta malhumorada quiere
ensombrecerlo, los arco iris alegran el cielo boricua como enormes y elegantes
abanicos, imponiendo sus tonos amables entre las nubes. Cada mañana, como la primera
vez, descubro a los lagartijos y coquíes que no me abandonan a lo largo del día,
recordándome la inmensa suerte que tengo de poder compartir con ellos la Tierra
del Noble y Valiente Señor. Salgo y siento la presencia contundente del
espíritu taíno en todos los resquicios naturales, llenando la fuente que tanto
buscó Ponce de León, aquella de termas medicinales que continúa haciendo bien a
quienes la siguen utilizando. La esencia taína invade los ríos y playas donde
me vuelvo a encontrar en secreto con mi alma; se esparce por seres y montañas
gentiles y frescas con sus selvas color esperanza, por las palmas y los árboles
estoicos que regalan su sombra a todos los que la necesitan, y por las
sencillas y pulcras palomitas de monte, que destacan entre las demás alzando el
vuelo con su sonido turbinado en miniatura. En suspiros profundos y limpios, la
brisa fresca llena mis pulmones hasta casi reventar; el corazón galopa dentro
del pecho, emocionado por la certeza de haber encontrado un precioso refugio para,
finalmente, poder echar raíces. Me siento muy bien recibida en este paraíso
caribeño, donde el orgullo por lo propio cristaliza en ciudades de encanto
moderno y tradicional, con miles de opciones para quien desee esforzarse y
salir adelante con alguna idea innovadora. Pueblos con gente bella, sencilla y
educada, que amables me abren sus puertas a la par de una gran sonrisa. Simplemente,
gente hermosa que encuentro en todas partes que voy. Rodeando este trozo de suelo
caribeño está el mar inmenso y profundo; el amante eterno que, sin cesar, besa
la costa que lo recibe dulcemente. En medio de ese encuentro extático e
ininterrumpido, el mar exhala su aliento de salitre; es su alma indomable que conquista
sutilmente a todos los seres que habitan esta armoniosa tierra, inyectando de
ritmo su sangre mestiza de bomba y plena, de salsa y merengue, de güiro y bongó.
Cuna paralela de tantas frutas conocidas de mi terruño; con ellas se han creado
divinos sabores isleños, mezcla de sazones boricuas con gustos de lejanas
latitudes. Nada como disfrutar un mofongo relleno de camarones o las
empanadillas de La Parguera; en Loíza un bacalaíto y un pionono con maví en la
playa, o dejarme condecorar con una Medalla, aun fuera de la época de
competencias. En Navidad me doy un gustazo de lechón con pasteles, o también todo
el año en la Ruta del Lechón, o tal vez un churrasco o un chillo frito con
arroz blanco y habichuelas. Entre el tembleque navideño y el café diario,
descubro mi tranquilidad en este paraíso terrenal con aroma a hogar. Después de
un atardecer de fuego, llega la hora del descanso junto a mi fiel amiga Luna,
que me ha acompañado siempre adonde el destino me ha llevado. La saludo por la
ventana y sonrío; ella sabe que día a día vuelvo a sucumbir al hechizo de esta Isla
Encantada. Entonces, duermo feliz, sueño bonito y sé que nunca voy a querer
partir…
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