Cuando era joven solía ir a un lugar en la costa donde había una playa peligrosa con mucho oleaje y una pequeña bahía de aguas tranquilas. Ambas eran opuestas pero se complementaban de la manera más profunda dentro de mí.
La playa peligrosa era fascinante, intensa, mientras que la mansa era apacible y transmitía una sensación de sosiego sin igual. En la primera se sentía la violencia de la naturaleza en el rugir del viento salado con las olas, y en la segunda se escuchaba el mantra de las ondas en la orilla junto al canto de la brisa suave entre las hojas de las palmeras.
Las dos playas estaban separadas por un terreno empinado; la playa mansa quedaba en la parte inferior y la peligrosa en la superior. Hoy en día me resultaría extraño que pudiera suceder algo así, porque sé que en realidad ambas están al mismo nivel. Pero en aquel tiempo no me preocupaba de esas cosas; era así y ya. Hablábamos de “subir a la playa peligrosa” y “bajar a la playa mansa”, y nadie pensaba que decir eso era un absurdo. Era esa una época inocente como nosotros.
Para nadar en la playa peligrosa debía bajar por una gran defensa de enormes rocas pardas que generalmente estaban bañadas por el mar, porque en esa zona la marea rara vez bajaba lo suficiente como para dejar al descubierto la gruesa arena de piedritas pulidas del fondo. Una vez abajo y en el agua podía caminar abriéndome paso por las olas, que chocaban contra mí intentando derribarme, hasta que cedía y nadaba por entre los estruendosos aludes salados, alejándome de la costa amurallada. Allí, detrás de esas olas estaba la libertad; inmensa, indomable, maravillosa.
Por fin llegaba al lugar deseado; el corazón de la playa, donde las tímidas ondas del mar crecen de repente y se convierten en enormes barreras turquesas, formando luego con sus coronas de espuma la verdadera monarquía del litoral.
Una, dos, tres olas se acercan. ¿Cómo sortearé esas paredes gigantes para llegar al ansiado refugio abierto, donde el alma se desprende del cuerpo y se escapa entre la estela de fina llovizna que cada ola va dejando tras de sí? ¿Me dejaré llevar hasta la cresta, impulsada por mi deseo de volar con aquella gaviota, o preferiré sumergirme hasta el fondo, fundiéndome en el cuerpo azul profundo del gigante que se inclina al recibirme, para luego renacer en un grito ahogado, estrepitoso, buscando la bocanada vital y emancipadora?
Cuatro, cinco, seis. Este grupo viene más unido. Las preguntas son las mismas, pero el caso es diferente. Mi reacción es mi camino para llegar a la libertad, partiendo a la vez de un estado de libertad plena. En el horizonte aparecen más montañas azules. Una y otra vez se repite la toma de decisiones instintiva, las acciones no pensadas. Lo importante es compenetrarme con el mar; dejarme llevar y saber sobrevivir al final. En este instante lo único verdadero somos el mar y yo, esa conexión íntima y poderosa que me envuelve y me energiza. He ahí la libertad total, el ser humano invadido por la máxima expresión de la naturaleza, que llena todos sus sentidos y lo embriaga en una sensación de éxtasis indescriptible e inigualable.
Una vez saturada mi conciencia y transformada mi alma en sol y mar, salgo del agua en busca del lugar perfecto para dejar descansar al cuerpo. Voy hacia la bahía con su fina arena blanca y sus aguas llanas y cristalinas en busca de la tranquilidad que necesito para completar el nirvana. En ese ambiente plácido que me envuelve recupero parte de la esencia que dejé entre las olas, y al rato me siento lista para relajarme a la sombra de aquella palmera cuyas hojas tiemblan por la tersa brisa del atardecer; la misma brisa cálida que acaricia todo mi cuerpo. El canto del mar me arrulla y no puedo ni quiero quitarme la sonrisa de paz de los labios y la cara. He recuperado mi ser original.
Allí regreso con mi pensamiento y mi alma cuando quiero ser libre de nuevo. La sensación que producen el sol, la sal y la brisa sobre mi piel hace que me remonte a un tiempo lejano en el que la vida era intensa y apasionada, y el espíritu danzaba en el fuerte viento marino junto a los pelícanos y el salitre.
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