Era un hombre sencillo como sus versos,
que viajaba de pueblo en pueblo. De manera llana, cantaba acerca de los árboles
santos del bosque, del viento embrujado en la montaña, del murmullo con que el
agua del río enamoraba a las algas. Con palabras directas, relataba cómo los
hombres cazaban al jabalí y las mujeres lo guisaban con verduras del huerto. Describía
la construcción de las casas de madera y heno, la forma de atender a las
gallinas, los juegos de los niños y las fiestas de la aldea. La gente lo
escuchaba atenta; entendía sus rimas y se identificaba con aquellas coplas del
diario vivir.
Un día, el bardo llegó a una ciudad. Sin
ninguna pretensión, hizo lo que sabía hacer de la manera en que siempre lo
había hecho. La gente cándida se acercó a oír sus poemas de lo bello y lo
verdadero, comprobando cada cual su realidad en el eco de esas frases. Recitaba
y musitaba; el bardo no se cansaba de declamar. Al poco tiempo, la noticia
llegó hasta quienes se sentían eminencias en el arte de versificar.
Interesados, lo fueron a ver al final de una tarde cálida de verano. Él se
sintió honrado con tal visita, y gentil como su naturaleza, se mostró tal cual era:
transparente y con el alma llena de flores. “Tus versos son muy simples”,
dijeron; a lo cual asintió complacido. “Tu poesía es muy prosaica”, afirmaron. El
bardo no entendió ese término. Sonrió, les dio las gracias por el cumplido y salió
de nuevo a contarle a la gente las cosas de sus vidas con palabras sencillas. Y
a la gente le gustaba.
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