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Nacieron a la orilla de un pozo turbio
del pantano, junto a tantos otros de la misma camada. El lugar era ideal; la gente
del campo no pasaba por allí porque tenía mucho miedo. Entre el verde profundo
de la maleza, madre y padre velaron el nido alto de palitos y hojas para
garantizar que la mayoría de los huevos nacieran. Después, transportaban a las
crías sobre la cabeza o en la boca, protegiéndolas de cuanto peligro posible
hubiera, dejándolas crecer suficientemente robustas para sobrevivir solas. Pasaba
el tiempo y los pequeños hocicos se hacían más alargados, llenándose de dientes
grandes y afilados. Cada día se volvían más astutos, más feroces, más
sanguinarios. Un día de invierno, en un recodo del oscuro caño, los jóvenes les
tendieron una trampa mortal a los viejos. El plan salió perfecto; no durarían
mucho. Y mientras la vida se encargaba de llevárselos, los traidores aprovecharon
para alimentarse de sus despojos. Engulleron vísceras, ojos y músculos con el
apetito más voraz. Luego se acostaron, panza arriba, en la playa que hicieron
suya. Al fin se sabían los dueños de toda la cañada. Era una cuestión de simple
selección natural. Teniendo el control absoluto, los demás quedarían sometidos
por ellos, recibiendo las sobras de lo que fuera cayendo desde las partes más
altas de aquella pirámide de poder. El poder. Cada uno creía que lo tenía, cada
quien pensaba que lo merecía, cada cual lo ansiaba para sí, pero… ¿quién lo
poseía en realidad? Todos ellos eran iguales; nacidos y criados en el mismo
pozo. No había uno solo que tuviera indicios de crecimiento de cachos. Eran
agresivos, sí, pero mediocres. Cuando se dieron cuenta de que ninguno era un
macho alfa, se desató la locura en el fangal. Sin líder, de pronto sintieron
que la charca era demasiado pequeña para tantos. Reinaba la paranoia; no
confiaban ni en sus propias escamas. Entonces, presas del odio y el pánico,
comenzaron a aniquilarse entre sí. La furia flotaba pesada sobre la superficie
de la cañada. Los asaltos venían de todas partes; desde la orilla y desde lo
hondo, con sol y en la penumbra. Fue un tiempo de terror e incertidumbre, donde
lo único que quedaba era atacar primero. Agredir sin piedad. Así, uno a uno
acabaron muriendo, víctimas de potentes mordidas y latigazos de cola. Entre
bufidos y resoplidos, el caño adquirió un tono escarlata intenso. Por suerte,
aquel infierno rojo no duró mucho. El último de ellos pereció víctima de una herida
profunda y desgarrada que le había hecho su propio hermano de nidada en el
potente cuello. Agonizando, miró alrededor contando sus congéneres
descuartizados por la codicia. Dejó de respirar sin entender lo que había
pasado. La era oscura de la cañada había acabado. Por fin se impuso la calma. Una
tarde soleada, poco después de la matanza, un campesino que tomaba el atajo por
el pantano, los encontró. El escenario hablaba por sí solo. Él sí comprendió lo
que pasó. Feliz, llamó a sus compadres para que le ayudaran. No podían usar la
carne porque se estaba descomponiendo, pero el campesino tuvo una idea mejor: con
sus pieles fabricó zapatos para que la gente, ya sin miedo, los pisara desde
adentro.
Todo el día correteaba a los niños más
pequeños por el patio de la escuela. Les arrebataba los juguetes y los
destrozaba. Presos del pánico, los arriaba hacia una esquina. Allí los
insultaba, les escupía, los empujaba, los pateaba y los amenazaba con
golpearlos hasta reventarse los nudillos. De lunes a viernes ejercitaba sus
dotes sádicas, inclemente, alimentándose del miedo que sembraba en aquellos
chicos. Y cuando una vez su mejor amigo le preguntó por qué lo hacía,
simplemente contestó sonriendo: “¡Porque puedo!”.