Despierto de golpe, con el corazón
en la boca y bañada en sudor. ¿Qué me pasa? Bebo un gran sorbo de agua. Mi piel
empapada se seca despacio bajo una fina escarcha salada, dejando en el lecho el
mapa de mi cuerpo. Tengo frío; lo único que me cubre es un lienzo de hilo. No
suelo necesitar más; las noches aquí son cálidas y el contacto directo del yo
vulnerable con las sábanas me consiente en una sensualidad liberadora. Pero hoy
es diferente; el aire se siente pesado y gélido.
La luna blanca y redonda entrando
por la ventana tampoco me ayuda a encontrar la paz. Los coquíes, que
normalmente me acunan en un delicioso sueño con su canto amoroso, hoy parecen
más exaltados que nunca. Las sombras de las palmeras agitadas en la pared de mi
habitación y el barrido de las ramas sobre los muros de la casa me dicen que se
avecina una borrasca. En un acto premonitorio, el perro ladra y entra por el
acceso de la cocina.
Entonces, sucede. El cielo cae con
todo su peso sobre el mundo que encuentra a su paso, subyugándolo, envolviéndolo
en un manto líquido, grueso y limpio. Las enormes gotas chocan contundentes
contra árboles, techos, paredes, suelo. Contra el espíritu atrapado en la
armadura aquella. Contra el alma que teme marchitarse. El viento sopla cada vez
con más fuerza, como queriendo arrasar la rutina acumulada en mil años de una
existencia corriente. Agua, viento. Más agua. Más viento. Las ventanas se
comban, estremeciéndose ante la presión de las ráfagas que se vuelven casi
continuas e impredecibles en la penumbra. Los vidrios parecen de goma, tan
elásticos resultaron ser. El golpeteo creciente de la lluvia se mezcla con el
atropello de las plantas, zarandeadas en todas direcciones por rachas
enloquecidas que parecieran buscar una salida en medio de lo abierto. El agua se
escurre brillante por techos, muros y ventanas. Por árboles, palmeras y
trinitarias. Por los objetos que forman parte de mi vida y la de mi familia,
que se quedaron a la intemperie, indefensos, aquella noche que no debía llover.
Por las pendientes del jardín y el patio. Por mi mente, que no quiere darme un
respiro. Como tantas otras cosas en la vida, lo que comenzó como un concierto
grandioso, se transformó en un ruido asonante; una manifestación iracunda de la
hostilidad de Huracán, el Dios del Mal en el Caribe, en su insistente afán de
arrasar con lo que no le pertenece.
Así, con tanta furia contenida en
su naturaleza, va destrozando sin clemencia cuanto descubre a su paso. Árboles,
postes de luz, cosechas, casas, industrias. Todo cae. Al desmoronarse el mundo,
los restos quedan esparcidos en un gran charco universal, reducidos a su mínima
expresión. El pánico se apodera de quienes no estaban preparados para tal
suceso, pero en medio del desastre, reciben el apoyo de desconocidos que les
tienden la mano.
Al fin, después de un tiempo que
parece interminable, el estruendo se debilita. El viento cede. El agua cesa.
Una vez más, el infierno resultó ser momentáneo. Poco a poco sobreviene la
calma, con la esperanza que trae la nueva mañana. La experiencia me dice que el
arco iris está a punto de aparecer. Volveremos a edificar nuestras vidas, lo
sé. Mientras tanto, nos ayudaremos como hermanos, recogiendo los escombros para
allanar el camino al futuro.