La vio por
primera vez cuando era niña. Tendría unos seis años el día que la descubrió en
el cuarto de su madre, colocada en el lugar más especial de la repisa de sus
tesoros. Era una cajita cilíndrica, un tanto chata, que asemejaba una pequeña
sombrerera. Al igual que la tapa, la caja estaba hecha de una sola pieza de
madera tornasolada finamente pulida, toda labrada en arabescos que, al recibir
serenos el abrazo de la luz, reflejaban tonos cálidos y amables. Las dos partes
calzaban a la perfección, quedando cerrada con un lazo de cuero. Su madre la
llamaba con cariño “el regalo”.
Desde ese
instante, quedó fascinada con el regalo. Aunque siempre había estado allí, ella
se percató de su existencia esa mañana sabatina de mayo.
—Mamá, ¿qué es
esta cajita? —quiso saber, curiosa.
—En esta cajita
está el regalo —respondió la madre con una sonrisa.
—¿Un regalo? ¿Y
quién te lo dio?
—Me lo dio la
abuela hace años. Es linda, ¿verdad?
—Sí; me gusta
mucho. Mamá, estos dibujos parecen hojas, ¿por qué esta cajita parece un árbol?
—Es una cajita
muy vieja, de nuestros antepasados. A ellos les gustaba adornarlo todo con
flores, hojas y frutas. Para ellos los árboles eran muy importantes.
—A mí también me
gustan mucho los árboles, Mamá.
—Lo sé, mi amor,
lo sé.
Una y otra vez,
a lo largo de los años, al preguntarle a la madre por el regalo, ella le
contaba sobre el material, el significado del diseño y la manera en que había
llegado a sus manos.
Llegó el día en
que terminó la escuela. Había decidido estudiar en la universidad, lejos de su
pueblo, en el ombligo del mundo. Mientras preparaba su equipaje, caminaba por
la casa fijándose muy bien en todo; formas, colores, sonidos, aromas, adornos…
Quería absorber de nuevo, consciente, con fuerza, todo aquello que la hacía ser
la persona que era. Necesitaba llenarse de tantos recuerdos, de las
experiencias, los sentimientos y las emociones que la hacían ser única. Así,
paseaba de cuarto en cuarto reviviendo escenas, diálogos, momentos irrepetibles.
Al llegar a la habitación de sus padres, encontró a su madre sentada sobre la
cama, esperándola.
—Te estás
despidiendo, ¿cierto? —quería comprobar la madre.
—Sí. Es toda una
vida…
—Acércate hija,
tengo algo para ti.
—¿Para mí? ¿Qué
es?
—Es hora de
darte el regalo.
—¿Un regalo?
¿Cuál regalo es ese? —preguntó ella, ansiosa.
—Mi madre me dio
el regalo cuando tenía tu edad y me preparaba para ser independiente, así como
tú lo estás haciendo ahora —dijo la madre con suavidad mientras extendía la
mano, ofreciéndole aquella cajita de madera noble.
—No sé qué
decir… es tu regalo… la abuela te lo dio a ti… No puedo aceptarlo.
—Debes aceptarlo
hija, ha sido la tradición por muchas generaciones. El regalo ha llegado hasta
aquí desde nuestros antepasados. Hoy lo recibes tú, y deberás entregárselo a tu
hija el día que ella se vuelva independiente. Ábrelo.
Ella tomó la
cajita entre sus manos con especial reverencia. Mientras deshacía el lazo de
cuero, la madre continuó hablando:
— El mayor
regalo que se nos ha dado es la vida, y con ella, el libre albedrío. Siempre,
la decisión está en nuestras manos y siempre tenemos el privilegio de actuar de
la manera que queramos. Tenemos el poder de decidir qué hacer, cuándo y cómo,
en dónde y con quién, y eso solo porque somos libres para ello. Del mismo modo,
podemos negarnos a hacer lo que no deseemos. Solo nosotras tenemos la última
palabra y solo nosotras somos responsables de nuestros actos. Nosotras corremos
con las consecuencias de aquello que hagamos o dejemos de hacer. Hacemos cosas
para que se nos acepte o para impedir el rechazo; a veces incluso por miedo,
pero las hacemos siempre porque queremos, porque perseguimos algún fin. La
decisión es nuestra, y eso nadie lo puede cambiar.
Al abrir la
cajita, ella sintió la fragancia de la madera de eucalipto. Instintivamente,
cerró los ojos y aspiró profundo.
—Mientras puedas
respirar, sabrás que estás viva —dijo la madre—. Y mientras estés viva, serás
libre para decidir por ti misma. No lo olvides nunca.
Entonces, ella
abrazó a su madre y comprendió.
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