Otoño de 1825.
El trabajo en la gran plantación se desarrollaba como de costumbre. La cosecha
de algodón prometía ser de las mejores de los últimos años. Era esa hacienda
una de las pocas productoras de lana en todo el Sur; un lugar único, especializado
en generar fibras textiles vegetales y animales. Amos y esclavos cumplían las
funciones que les había designado el destino; ni una más, ni una menos. La gran
Hacienda Real producía algodón y lana de la más fina calidad, que luego se
enviaba a Nueva York, donde los grandes sastres los usaban para crear los
trajes más elegantes del país.
Entre todos los
esclavos de la Hacienda Real, él era el pastor. Heredó el oficio de su padre,
que había muerto a causa de una pulmonía diez años atrás, siendo él aún un niño.
Apenas cumplidos los veinte, el pastor todavía no tenía familia; esperaba con paciencia
a que la hija del herrero le hiciera caso algún día.
Hombre sereno,
tranquilo y honesto, que gozaba de la total confianza del amo y el capataz, el
pastor amaba aquellas ovejas como si fuesen sus hijas. Las llevaba a los pastos
color esmeralda para que llenaran sus panzas, las movía hacia los riachuelos más
cristalinos para que nunca pasaran sed, las cuidaba de cualquier puma que
pudiese acercárseles de noche o de día, las dejaba libres para que estuviesen
contentas y siempre las guiaba por el sendero más amplio. Igual que los demás
esclavos, el pastor no tenía ningún asueto ni sueldo alguno. Simplemente
trabajaba para ganarse el derecho a vivir. Trabajaba de día y de noche, todos y
cada uno de los días de su vida, manteniendo la misma rutina a lo largo de los
años. El pastor nunca se quejó; quería tanto a su rebaño, que nada más le
importaba sino el bienestar del que, de alguna manera, consideraba su ganado. Hacía
cualquier cosa por esas ovejas; ellas siempre ocupaban el primer lugar en su
vida. Solo ellas tenían la prioridad total frente a los demás, incluso frente a
la hija del herrero, más aún frente a él mismo. Tanto así las quería.
El pastor estaba
muy orgulloso de su rebaño. Al contario de él, que asemejaba una escultura
famélica de ébano pulido, las ovejas engordaban y crecían, produciendo la mejor
lana de la comarca. El pastor no poseía ningún bien material, mas era propietario
de la ética y la moral más infalibles. En extremo responsable, sentía y sabía
que su trabajo era excelente, que las ovejas estaban bien mantenidas, que
rendían la fibra más óptima. Era tan evidente el buen trato que les daba, que
todos en la hacienda lo comentaban.
Un día, el
capataz llamó al pastor. El amo de la Hacienda Real había dado una orden.
—Tienes que
llevar al rebaño al trasquilador del hato vecino lo más pronto posible. El amo
está apurado por vender la lana.
—Sí, Señor. Me
tomará diez días llegar allá, Señor.
—¡No puedes
tardar tanto tiempo! ¡Tienes que hacerlo en cinco! ¡Tenemos que vender la lana!
—Pero Señor,
estas tierras son muy grandes y es época de lluvias. Las ovejas no pueden
caminar tan rápido. Para llegar bien allá tienen que poder descansar, Señor.
—¡No importa! ¡Tenemos
que vender la lana! ¡Tú tienes que llegar al hato en cinco días, ni uno más! ¡Solo
avanza con las ovejas y no pares! ¡Ellas tendrán que acelerar si tú vas más
rápido!
—Señor, hay
algunas ovejas que son más rápidas que las demás. Con esas no habría problema,
pero hay unas que ya están viejas y otras que son demasiado pequeñas; se
quedarán atrás, Señor.
—¡No me importa!
¡Tú tienes que llegar al hato en cinco días! ¡Tenemos que vender la lana! ¡Solo
avanza con las ovejas y no pares! ¡Mira a ver cómo haces, pero eso sí: si
llegas tarde al hato vecino o te falta una sola oveja, el amo te castigará con
cincuenta latigazos!
—Pero Señor, es
imposible hacer eso que me pide. No puedo exigirles más a las ovejas de lo que
ellas pueden dar, Señor. Las estaría maltratando.
—¡Tenemos que
vender la lana! ¡Solo avanza con las ovejas y no pares, te dije! ¡Tienes que
llegar al hato en cinco días, ni uno más! ¡Y si llegas al hato vecino y te
falta una sola oveja, tendrás cincuenta latigazos! ¡Así que mira a ver cómo
haces!
—Está bien,
Señor. Haré lo que pueda, Señor. Intentaré llevarlas lo más rápido posible,
pero no puedo prometerle nada, Señor.
—¡No! ¡Tú no
entiendes! ¡Tenemos que vender la lana! ¡Tienes que llegar al hato en cinco
días! ¡Y si llegas tarde o te falta una sola oveja, se te cobrará con cincuenta
latigazos!
—Muy bien,
Señor. Así será.
Cabizbajo, el
pastor caminó hacia la choza comunal donde dormía cuando pasaba por la casa
grande. Por primera vez en su vida, el pastor pensó en sí mismo. Con infinito
pesar por separarse de su adorado ganado, por perder a la hija del herrero y
por el futuro incierto que se abría frente a él esa noche, cuando todos dormían
salió de la hacienda y desapareció.
El mismo capataz
tuvo que llevar a las ovejas al hato vecino. Llegó en dos semanas, agotado
igual que el rebaño y sin percatarse de que faltaban siete ovejas que se fueron
quedando rezagadas y atrapadas en el fango. Como estaba previsto por el amo, lo
premiaron por su esfuerzo con cincuenta latigazos.
Una semana
después, el amo de la Hacienda Real vendió la lana a buen precio en el mercado.