Hace mucho tiempo, vivía un niño en un
poblado lejano. Como tantos otros, pasaba todo el día afuera, al sol. Pero este
chico poseía algo maravilloso; era el dueño de la pelota. No tenía amigos, pero
la tenía a ella y eso le bastaba. Los demás niños jugaban a la guerra y a
colgarse de los árboles, pero a él no le gustaban las confrontaciones y tampoco
era muy ágil para treparse por palos y saltar. Era feliz con la bola; aprendió
a manejarla con las manos, pies, piernas, pecho e incluso con la cabeza. La
correteaba por el parque, pateándola con todas sus fuerzas contra el muro del
fondo, como si quisiera perforarlo. Durante mucho tiempo jugó con la pelota sin
necesitar nada ni de nadie más, siempre solo.
Poco a poco, con el pasar de los años, comenzó
a interesarse por los demás niños que siempre jugaban juntos. Quiso acercarse a
ellos, pero por su infundada fama de asocial y arrogante, nadie le prestaba
atención. Se sentía incomprendido y triste; no entendía por qué lo rechazaban
sin siquiera conocerlo. Sin embargo, y a pesar de su timidez, intentaba en vano
hacer amigos. Se lo había propuesto y deseaba lograrlo; al fin quería ser como
los demás chicos.
Un día, se le ocurrió invitarlos a todos
a jugar con la pelota. Estaba dispuesto a compartir su más preciada posesión
con ellos, esperando secretamente que lo aceptaran. Con mucha alegría, los
niños accedieron jugar y comenzaron a lanzarse la bola entre ellos. Él les
explicó las reglas que había inventado para jugar en dos grupos y ellos asintieron.
Cuando decidieron quién estaría en cada conjunto, el único que quedó fuera fue
él. Para no llevarles la contraria y evitar que se molestaran, decidió que participaría
por su cuenta, como un tercer equipo. Todos estuvieron de acuerdo y comenzaron
a jugar.
Las instrucciones eran muy fáciles: no
podían usar las manos, tenían que patear la pelota por el patio y dispararla
contra el muro del fondo; ganando aquel grupo que lo lograra más veces. Así, se
pasaban la pelota, intentando bloquear a los del otro equipo. Contentos,
marcaban sus tantos, saltando de emoción y abrazándose cada vez que concretaban
un punto. Él, experto veterano en su propio juego, quería mostrarles lo bien
que dominaba el manejo del balón, pero siendo del tercer grupo y sin tener
compañeros, nadie le pasaba la bola. Con su vistosa camiseta, corría y corría
detrás de los demás, llamándolos, haciéndoles señas, recordándoles las reglas y
pidiendo que lo dejaran jugar, pero ellos lo relegaban, pateándose la pelota entre
sí, trabando al contrincante y buscando el muro para anotar un tanto más. Se le
ocurrió usar el silbato que siempre traía en el bolsillo. “Tal vez con él pueda
llamar la atención y me pasen el balón” pensó. Pero no fue así. Sucedió que los
chicos se aburrieron de él, de su silbato, sus reglas, sus señas, su elegancia,
sus regaños y su insistencia en que le pasaran la bola para demostrarles lo
bueno que era, siempre recordándoles que él era el dueño de la pelota. Lo
ignoraron cada vez más, pero a pesar de eso no pudieron hacer mella en su
perseverancia. Desde entonces, siempre intentando participar, corretea a los
demás niños por el parque, pitando y buscando el balón inútilmente.
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