“…Conozco a mi amigo desde que tengo
memoria. Han pasado muchos años ya desde la primera vez que jugamos juntos, y
sin embargo seguimos teniendo esa relación pura y transparente que tuvimos
desde el principio. Mi amigo y yo compartimos vivencias, sueños y juegos.
Teníamos todo el tiempo del mundo en nuestras manos y hablábamos sobre cuanta
cosa nos pasara por la cabeza. Podía confiar ciegamente en él; sabía que nunca
me defraudaría. Lo que prometía, lo cumplía sin falta. Nunca me mintió ni hizo
nada que me doliera. Tampoco me cambió por nadie; estaba segura de que ninguna
otra persona podía quitarme del puesto en que me tenía.
Recuerdo con ternura las tardes que
fuimos a montar a caballo, y cuando recogíamos caracoles a la orilla de la
playa. Siempre que había algo que hacer, mi amigo me acompañaba. Y sé que lo
hacía con el mayor de los gustos, porque él también disfrutaba mi compañía
tanto como yo disfrutaba la suya. En la playa volábamos cometas cuando había
suficiente viento, o nadábamos juntos en la bahía de aguas serenas a la que
solíamos ir. También íbamos a montar bicicleta y al parque del caballo blanco.
“Yo me quiero subir a la cola del caballo”, le decía, y él asentía con una gran
sonrisa. “Pero es más divertido si te montas en el lomo”, me contestaba. “Está
bien, primero en la cola y después en el lomo”, decía yo. Y sin falta, en algún
momento, me retaba a meter la mano en aquella boca roja del caballo blanco del
parque, y me decía que tuviera cuidado de que no me mordiera. Siempre acepté su
desafío; el caballo blanco nunca me mordió.
Nos volvimos expertos en todas las
artes; desarmábamos cada obra en trocitos minúsculos y la volvíamos a crear
como mejor nos parecía. Nos asombrábamos ante las cosas sencillas y
maravillosas del mundo, y a la vez no había nada que nos escandalizara. No
existían temas prohibidos ni tabúes ocultos; la tolerancia y el respeto
abrieron nuestras mentes en las ciencias y la religión. “Vive y deja vivir,
pero siempre con dignidad”, era el lema. Nada escapaba a nuestra atención;
desde el musgo sobre las piedras y la brisa en las palmeras, hasta la protesta
por el derecho a vivir o a morir. Desde un concierto de la banda marcial hasta
una exposición de arte contemporáneo, pasando por el sermón del párroco
cualquier domingo o la primera plana del periódico; todo merecía algún
comentario, alguna reflexión, alguna discusión.
Siempre estaba ahí. Siempre tenía
tiempo para acompañarme en alguna aventura o para ayudarme en algún proyecto
que se me ocurriera. Como lo demás, también eso era recíproco, sólo que a veces
tenía que esperar un poco por mí. Es inevitable; de alguna manera hago esperar
a los que me quieren, como si instintivamente quisiera poner a prueba su
resistencia. Pero mi amigo siempre fue paciente y siempre me esperó.
Todas las tardes, alrededor de las
tres, tomábamos café con el pastel que hubiese ese día. Si no había pastel,
comíamos galletas. Nos deleitábamos compartiendo ese ritual diario que terminó
volviéndose algo casi sagrado. Si había alguien más, lo incluíamos
momentáneamente en nuestra ceremonia, sabiendo que sería sólo una situación puntual,
efímera y sin mayor trascendencia. Es que mi amigo era una enciclopedia
viviente; a todos les gustaba hablar con él sobre cualquier cosa. Y yo, feliz
de escucharlo.
Mi amigo y yo nos preocupábamos el
uno del otro. Cuando tenía algún problema, me ayudaba y me daba ánimo para
seguir adelante, pero también respetaba mis decisiones y mis puntos de vista.
Su mirada inquisitiva, profunda y clara a la vez, me daba confianza y me
convencía de que yo era lo suficientemente fuerte para lograr cualquier cosa que
me propusiera, siempre. Así mismo fue cuando me entusiasmé con la oportunidad
de estudiar afuera. Conocería otra cultura, otra gente. Tendría la oportunidad
de ampliar mis horizontes y abrir mi mente a nuevas ideas; podría terminar de
madurar lejos de la familia y tomar las riendas de mi vida. Él sabía que
necesitaba hacerlo, y a pesar de que fue duro para los dos, estábamos
conscientes de que era por mi propio bien. De nuevo me apoyó, y aunque no fue
la última vez que lo hizo, fue la más decisiva de todas. A mi amigo le debo en
parte el rumbo que tomó mi vida y por eso le estoy infinitamente agradecida. Él
fue lo suficientemente noble y fuerte como para dejarme ir a perseguir mis
sueños, quedándose ansioso a la espera de las noticias que le enviara de tan
lejos. ¡Cómo lloramos al despedirnos! Nunca olvidaré la expresión de profunda
tristeza que había en su rostro, la misma que tantos años después me sigue
estrujando el corazón, casi impidiéndome respirar. Sin embargo, tenía que ser
así; tenía que irme…”.
©2006 PSR
Fragmento
de "Loba" ©2006 PSR
"Loba"
aparece en la antología Yara y otras historias, de Patricia Schaefer
Röder.
Ediciones
Scriba NYC
ISBN 978-0-9845727-0-0